Muthaes Ii. La nueva tierra

La última traición.

Karsten no tenía fuerzas para abrir más portales, así que usaron el aparato que diseñó junto con Joe para que todos regresaran a Heiwa. La plaza principal estaba llena con los ciborgs sobrevivientes, quienes se calentaban del frío invernal en hogueras que había encendido Fernanda.

Mientras Fernanda daba a Romanoff los detalles de la rendición de los ciborgs, Joe arrastraba a su padre al centro de la plaza, a donde lo arrojó con furia. Estaba tan deforme por los golpes, heridas y sangre, que la ciborg Fernanda no lo reconoció hasta que habló.

―¿Por qué no están defendiéndose? ―gruñó.

―Porque hemos decidido no obedecerlo más ―dijo la ciborg con total seguridad―. Ahora estamos de parte de los muthaes.

―¿De parte de ellos? ―aún entre su rostro ensangrentado, pudo notarse un dejo de enojo en el rostro de Gates―. En ese caso… ejecuten secuencia 683783.

De la garganta de los ciborgs emanaron quejidos agudos y todos, a excepción de su comandante, cayeron fulminados en el suelo. Fernanda logró sostener a la comandante, evitando que cayera en el suelo.

―¿Qué pasa? ―exclamó Fernanda.

―Secuencia… de autodestrucción ―la ciborg hablaba con dificultad―… él obliga a nuestros corazones… a dejar de latir…

Fernanda observó a los otros ciborgs, todos habían tenido un ataque cardiaco fulminante, pero la ciborg que tenía entre sus brazos, aún se aferraba a la vida.

―¡No quiero morir! ―Era la primera vez que Fernanda veía un gesto de terror en el rostro de la ciborg, sintió que su corazón se le hacía pedazos al ver sus ojos humedecerse.

―¡Resiste! Tú eres más fuerte que todos, tienes la sangre de Joe… por favor, resiste. ¡Antoine!

Antoine fue de inmediato a ver si podía ayudar, pero su gesto sombrío no daba esperanzas. La ciborg se aferraba a la mano de Fernanda, llorando en silencio.

Romanoff observó la escena con aprensión, su gesto generalmente pacífico se endureció al acercarse lentamente a Gates.

―Nunca he estado a favor de la pena de muerte y lo sabes, pero esto es demasiado, Donald. Nos traicionaste a nosotros al delatarnos ante Trump. Usaste a Greg, tu mejor amigo, para que te diera los clones que buscabas y al final lo llevaste a la muerte. A Trump le fingiste lealtad, y también lo asesinaste; a Rikka, la mujer que te amaba, la engañaste provocándole el dolor más fuerte que puede tener una madre al hacerle creer que su hijo había muerto; traicionaste a la humanidad, haciéndolos creer que traías a los muthaes a Electi con el fin de ayudar a mejorar su vida en Ío cuando en realidad siempre tuviste la intención de aniquilar a la humanidad; y, como si eso no fuera suficiente para ti, fuiste capaz de torturar a tu propio hijo con tal de alcanzar tu ambición. ―Romanoff miró a los ciborgs sin vida, tirados en la plaza―. No puedo creerlo, Donald. Aun estando derrotado, aprovechaste una última oportunidad de traicionar a estos seres que tú mismo trajiste a la vida. ¿Hay alguien a quien no hayas traicionado?

―¿Habrías aceptado vivir entre ciborgs, Albert?

―A diferencia de ti, para mí ninguna vida es desechable ―Romanoff hablaba con tristeza―. Lo siento, Donald, no me dejas alternativa…

―Lo sé ―interrumpió―. Quiero que me den una muerte digna de un militar, no quiero morir de rodillas, denme un tiempo para sanar mis piernas, quiero morir de pie, fusilado por un batallón.

Los pobladores de Heiwa comenzaron a discutir, ninguno dudaba que Gates merecía la muerte, pero muchos de ellos estaban en contra de concederle ese último deseo, pues no lo creían digno de una muerte honrosa.

Fernanda observaba insistentemente a Antoine, pero llegó un momento en el que él bajó sus manos y con una mirada de gravedad, negó con la cabeza.

―Leí un libro que encontré en la ciudad científica ―la ciborg habló con un rictus de terror―, decía que los seres humanos tienen almas, y que esas almas van a un lugar de paz y amor cuando la muerte los alcanza… ¿Qué pasa entonces con los que no tenemos alma?

―La tienes ―dijo Fernanda―, eres parte de mi propio ser. Cuando llegue el momento, te alcanzaré a donde estés y seremos una.

―Lo escuché de tus amigos cuando entraron al laboratorio, soy un ser sin alma…

―Tienes parte de mi alma, no lo dudes. ―Fernanda había comenzado a llorar―. Sólo debes resistir…

―Por más que intento, no puedo detener la secuencia de autodestrucción. ―La ciborg hizo un puchero―. Él… él nunca me dio un nombre ―señaló una placa en su pecho que sólo marcaba el número de serie I001―. Quisiera tener un nombre en mi tumba.

―Fernanda. Te llamas Fernanda, igual que yo.

La ciborg al fin relajó su faz al escuchar esas palabras. Su cuerpo fue languideciendo y sus ojos quedaron fijos en los de Fernanda. Ella la ayudó a cerrar sus ojos y delicadamente la ayudó a recostarse en el suelo.

El resto de los habitantes seguía discutiendo sobre el castigo que Gates merecía. Sólo algunos sugerían muertes dolorosas, pero Romanoff no estaba de acuerdo en la tortura, sin embargo, él mismo no sabía proponer un castigo digno para aquel traidor. Fernanda se puso de pie, se abrió paso entre la gente y levantó la mano para pedir la palabra.




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