Había una vez, dos mejores amigos: una chica llamada Mariel y un chico llamado Alfred. Ambos se querían profundamente y compartían un vínculo especial. Sin embargo, Alfred cargaba con un oscuro secreto y vivía sumido en la depresión, algo que su amiga desconocía. La verdad era que él era un hombre lobo y se transformaba en cada luna llena, lo cual explicaba por qué nunca aceptaba salir con Mariel en esos días.
Mariel, por su parte, tenía miedo a las noches oscuras y a los árboles, pero siempre encontraba consuelo y protección en la presencia de Alfred. Un día, decidieron salir de paseo sin que Alfred notara que era noche de luna llena. Cuando finalmente miraron hacia el cielo, ya era demasiado tarde para evitar que Mariel lo viera transformarse frente a ella.
Con voz temblorosa, Alfred confesó: "Mariel, tengo que contarte la verdad. Soy un hombre lobo". Mariel, sorprendida y confundida, respondió: "¿Cómo puedes decir algo así?". Justo en ese momento, Alfred comenzó a transformarse y, en medio de su desesperación, le gritó a Mariel: "¡Corre! ¡Salva tu vida! ¡Si no lo haces, te arrebataré la vida!". Aunque Mariel no entendía por completo lo que sucedía, vio la angustia en los ojos de Alfred y, sin dudarlo, salió corriendo y gritando.
Mientras Mariel corría a través del oscuro bosque, su mente se llenaba de confusión y temor. No podía creer lo que había presenciado: su querido amigo, Alfred, convertido en una criatura salvaje. El corazón de Mariel se debatía entre el miedo y la compasión por su amigo, pero su instinto de supervivencia la empujaba a alejarse lo más rápido posible.
Los aullidos de Alfred se mezclaban con el ulular del viento, aumentando aún más la sensación de peligro en el aire. Mariel se adentraba más y más en el bosque, esquivando árboles y arbustos en su frenética huida. A cada paso, sentía cómo la distancia entre ellos se ampliaba, pero también experimentaba una punzada de dolor por abandonar a su amigo en su forma transformada.
La luna llena brillaba intensamente en lo alto, arrojando su luz plateada sobre el bosque. Mariel seguía corriendo, con lágrimas en los ojos y el corazón latiendo desbocado. No sabía qué hacer ni a dónde ir. Se sentía atrapada en un torbellino de emociones contradictorias.
De repente, un aullido ensordecedor resonó detrás de ella, y Mariel se estremeció. Miró por encima del hombro y vio a Alfred, corriendo tras ella con ferocidad, pero sus ojos reflejaban una profunda tristeza. Aunque la situación era aterradora, Mariel sabía que no podía rendirse.
Siguió corriendo con todas sus fuerzas, tratando de encontrar alguna salida o un lugar seguro. Los sonidos del bosque se entremezclaban con su respiración agitada y el latido de su propio corazón. Pero Mariel no dejó que el miedo la paralizara. A medida que avanzaba, comenzó a pensar en una solución para ayudar a Alfred y salvar su amistad.
Finalmente, divisó un claro iluminado por la luz de la luna, y un pensamiento audaz cruzó su mente. Se detuvo y esperó a que Alfred se acercara, encontrando el momento justo para hablarle con calma: "Alfred, sé que estás ahí dentro. Sé que sigues siendo mi querido amigo. Juntos, podemos encontrar una manera de controlar esto".
Alfred, aún en su forma de hombre lobo, se detuvo frente a Mariel, con los ojos amarillos brillando en la oscuridad. Parecía aturdido por las palabras de Mariel, como si la conexión entre ellos lograra penetrar en su mente en ese momento fugaz.
Mariel extendió la mano hacia él, demostrando su confianza y amor incondicional. "No te abandonaré, Alfred. Te ayudaré a superar esto, juntos", afirmó con convicción.
El aire se llenó de silencio mientras Alfred la observaba intensamente, luchando contra sus instintos y la bestia que habitaba en su interior. Lentamente, su forma comenzó a cambiar, transformándose de nuevo en el joven amigo que Mariel conocía y amaba.
Alfred cayó de rodillas, exhausto y vulnerable.