Myrmidon - La Espada Perdida [libro 1]

Capítulo I – La muerte es solo el comienzo

Kletos

Toda la tropa estaba alistada en la colina.

Kletos iba al frente acompañando a su hermano mayor, Evan, había una aldea que defender y esta era su primera batalla. Luego de que los mirmidones habían vuelto de Troya, su pueblo había gozado de una tranquila paz, hasta que aparecieron los centauros nuevamente.

Al contrario de Evan, Kletos no alcanzó a conocer a su padre. Ambos eran hijos de Esón, un valiente guerrero que había partido a la expedición contra Troya meses después de que su esposa, Astrid, quedara embarazada de Kletos. Entonces, Esón dejó su tierra y a su mujer, con dos hijos y uno en camino; Astrid había sufrido un martirio desde entonces, cuidando a sus tres hijos ella sola, a pesar de que Evan ya había alcanzado la madurez, pero Kletos, él aún era niño en ese entonces. Cada noche recordaba esa escena en el puerto; su intenso deseo de conocer finalmente a su padre, el corazón palpitando a toda velocidad. Más no todo salió como pensaba; su padre no había bajado de aquel barco, y desde ese día, siempre contemplaba el ocaso en el mar y quedaba viéndolo esperando ver a su padre llegar finalmente.

Su hermano lo había tratado de convencer de que eso nunca pasaría, lo mismo Cloe y su mejor amigo, Aristo; pero nunca podían sacarle la costumbre de contemplar el mar en el puerto, todas las tardes, antes de que muera el día. No había nada que desvaneciera sus esperanzas; desde siempre había sido muy bien cuidado por Astrid y por su abuelo, el sabio Feres. Aunque últimamente estaba ocupado encargándose de asuntos de importancia junto a Heleno.

Aquella batalla podría ser la última; quedaron esperando el momento para atacar, los centauros habían invadido nuevamente la aldea, incendiando las casas y asesinando a hombres inocentes. De alguna forma, Evan debía detenerlos. Aquellos soldados a quienes había reunido lo apoyaban a espaldas de Heleno. Habían desobedecido la orden del rey al planear aquella defensa. Había decidido que no quería a ningún soldado luchando fuera de la ciudad, que debían quedarse dentro de ella para cuando los centauros dieran el último ataque. Pero cada día eran más las familias perdidas, los hogares arrasados y los refugiados en aquella ciudad. Con el paso del tiempo, crecían los reclamos y las protestas. De esta forma, en aquel reino se crearon dos bandos: los fieles, quienes cumplían la voluntad de Heleno al pie de la letra; y los amotinadores, quienes desobedecían al rey sin importar las consecuencias. No lo consideraban como el rey legítimo, si no que negaban la supremacía de aquel vidente troyano y exigían que Moloso asumiera el reinado. Querían ver al descendiente directo de Aquiles sentado sobre el trono.

Se detuvieron entonces en aquel campo de batalla. Escudriñaron a todo el ejército que se acercaba cada vez más a la aldea.

Evan volteó hacia su hermano, Kletos, estaba tan angustiado. Tal vez esa sería la última travesía que emprenderían.

— No quiero que pelees esta batalla — le dijo en ese momento.

— ¿Qué dices? — Preguntó Kletos muy desconcertado.

— Ya cumplí la edad suficiente — replicó luego.

No entendía las palabras de su hermano. Se había preparado tanto para aquella batalla, y ahora su hermano había decidido que él no pelearía en esa ocasión.

— Sé que me prometiste tu lealtad y que pelearías como todo guerrero, pero te necesito en otra parte ahora — prosiguió Evan — Ve a casa, busca a mamá y a Cloe. Llévalas al Ática y no te detengas por nada. Los centauros no los pueden alcanzar. Sálvalas de este destino, y yo mientras tanto trataré de detener el paso de los centauros con toda la tropa.

— Ya es tarde. Ya estoy aquí — replicó Kletos.

— Basta — lo regañó Evan —. Haz lo que te digo. Soy tu hermano mayor, y soy el comandante.

Entonces Evan retrocedió y se dirigió a toda prisa hacia su hogar, dejando a su hermano al frente de todo aquel tropel para ir a buscar a su madre y a su hermana. No había tiempo que perder.

— Mirmidones — dijo Evan dirigiéndose a los demás guerreros — No somos simples mortales. Somos mirmidones, la raza de Aquiles. Quizás muchos de nosotros no vimos caer a Aquiles y a Patroclo en los muelles de Troya, ni tampoco fuimos los que atravesaron la muralla y redujeron al polvo a la ciudad construida por los dioses. Pero somos los mismos guerreros que hoy entregarán sus vidas por cada hermano, cada padre, cada hijo, cada madre y señora. Si morimos hoy, mañana viviremos en el recuerdo de nuestra gente.

Todos aclamaron a Evan.

— ¡A las armas! — gritó luego el líder.

Toda la tropa se movilizó enfrentándose a la horda.

Los centauros se abalanzaron sobre ellos; eran de gran estatura y sus rostros eran tan horrendos que daban mucho pánico. Varios de ellos llevaban cicatrices en su cuerpo y en sus rostros, sus pieles se caracterizaban por ser de colores oscuros. Portaban armaduras de acero reforzado en sus torsos y yelmos en sus cabezas, sus lanzas y espadas eran tan colosales que se hubiera tenido que necesitar de una fuerza descomunal para desenvainarlas, sus cuerpos de caballos iban protegidos por corazas de bronce.



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En el texto hay: mitologia griega, guerras, centauro

Editado: 07.07.2018

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