Myrmidon - La Espada Perdida [libro 1]

Capítulo III – Leyendas negras y el secreto de la espada

Kletos

Abrió los ojos y entonces se vio sumido en medio de la oscuridad. Tenía mucha dificultad para ver. Pero sabía muy bien que estaba en un lugar seguro, dentro de una cabaña. Quiso levantarse haciendo un poco de esfuerzo, pero no pudo. Todo su cuerpo empezó a dolerle. Quedó tendido en la camilla donde estaba. Inmóvil. Sin poder mover si quiera un músculo. Llegó a preguntarse si estaba vivo. Lo último que recordaba eran las flechas traspasando su cuerpo. Había estado muerto. ¿Qué hacía ahí entonces?

Trató de incorporarse una vez más. Ésta vez lo logró. Puso sus pies sobre el suelo y comenzó a caminar. Parecía como si recién estuviera aprendiendo a hacerlo. Sus rodillas estaban débiles y su cuerpo se tambaleaba. Sentía como si cargara un inmenso peso sobre sus espaldas al igual que el titán Atlas. Luego de dar unos pasos cayó tendido en el suelo. Maldijo y luego trató de incorporarse nuevamente.

Todo alrededor era tan macabro y oscuro. Sólo un destello de la luz del sol atravesaba las paredes. Se hacía muy difícil ver con claridad todo lo que había en aquella cabaña. Definitivamente aquello no era el Hades, pero fácilmente pudo haber sido una réplica.

De pronto, el héroe se sobresaltó ante los gruñidos de unos perros que de no ser por sus reflejos tan buenos lo hubieran devorado. Eran tres canes negros que mostraban sus amarillentos colmillos.

— No te les acerques mucho, o te convertirán en su botana — le dijo una voz femenil por detrás.

Kletos volteó al instante. Sólo podía ver la silueta de aquella mujer. Hasta que de repente todas las velas se encendieron automáticamente. La claridad había vuelto a aquella cabaña. Aun así, no dejaba de ser macabra. Los perros se tranquilizaron y entonces volvieron a recostarse.

— ¿Dónde estoy? ¿Quién eres? ¿Qué hago aquí? — preguntó el héroe.

— Estás en mi cabaña, a salvo — contestó la mujer, luego le tendió la mano —. Mi nombre es Crésida. ¿Y tú cómo te llamas, héroe?

— No soy un héroe. No he hecho nada heroico en mi vida.

Crésida lo hizo sentar en una pequeña mesa que tenía apartada de los perros. Luego le preparó una bebida en un tazón algo enorme. Kletos estaba inseguro de poder aceptarlo. Apenas conocía a aquella mujer.

— Sé lo que hiciste en el campo de batalla — murmuró Crésida —. Fue un acto muy noble.

— Nunca pasé una  peor vergüenza como esa — se quejó Kletos —. Los centauros me derrotaron. Asesinaron a mi madre y…

Recordó a su hermana.

— Cloe. Tal vez también la hayan asesinado a ella y a Evan. Mis queridos hermanos.

Crésida estaba de pie frente a una enorme fogata. Parecía no prestar atención a lo que decía Kletos.

— Tus hermanos no están muertos — su voz se tornó cambiante, como si hubiera entrado en un estado de éxtasis —. Ellos viven. Y tú, por algo escapaste de la muerte. Los dioses deben tener un plan destinado para ti.

— No quiero nada de los dioses — replicó Kletos — Me quitaron a mi padre mucho antes de que naciera, a mi madre en la última oleada de invasión.

— Los dioses no tienen la culpa de todas las desdichas que nos ocurran. Los dioses están para ponerle orden al mundo, pero si el hombre no le pone orden a su propio mundo ¿Qué pueden hacer ellos?

Kletos quedó pensativo ante aquellas palabras. Observó todo a su alrededor hasta que sus ojos dieron contra una sombría imagen. Era la figura de una mujer de tres cabezas tallada sobre una pared. La misma estaba sobre un carro que era tirado por tres perros. Se trataba de Hécate, diosa de todo lo oscuro.

— Los perros atados, las velas encendidas y la figura de Hécate — murmuró —. Eres una hechicera.

Crésida asintió.

— Lo soy — dijo — ¿Algún problema con eso?

— En las historias que oí, ninguna hechicera es amigable.

— No tenemos por qué serlo. Aunque yo he de considerarme buena persona. Mientras no me hagas daño, yo tampoco te lo haré.

El héroe escudriñó a la hechicera. Ella parecía ser inofensiva. Además se había encargado de evitar su muerte. Prácticamente, le debía su vida a aquella joven hechicera. Sin embargo, no podía fiarse demasiado de ella. Las hechiceras eran conocidas por ser crueles, despiadadas, mentirosas y traicioneras. Probablemente, Crésida aún no mostraba su verdadero rostro.

— ¿Cómo es que estás aquí? ¿No habían expulsado de Tesalia a las hechiceras? — le preguntó Kletos.

— Así es — afirmó Crésida — Cuando Heleno quedó a cargo del trono, su primer decreto fue que todas las hechiceras fueran exterminadas o exiliadas. Quedamos muy pocas de nosotras. Desde ese día nos escondemos a la luz del sol, andamos entre la gente temiendo ser descubiertas.

— ¿Por qué Heleno hizo eso?



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En el texto hay: mitologia griega, guerras, centauro

Editado: 07.07.2018

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