Kletos
El viaje se hacía cada vez más extenso. Los caballos estaban tan cansados y en cualquier momento ya no darían para más.
Eran tan solo tres hombres a la intemperie. Kletos, Aristo y Néstor. En medio del frío y la oscuridad de la noche, del calor del día, de los peligros del bosque y de todo lo que los rodeaba. Debían vivir la constante lucha de encontrar frutos del bosque que no sean venenosos. Por suerte, Néstor era un experto en ellos. Y de cazar a algún animal silvestre para luego cocerlo y servirlo en la cena.
Los antiguos héroes se habían enfrentado a las fieras más salvajes en bosques como ese. ¿Qué tal si a ellos les tocaba jugar el mismo juego? ¿Estarían preparados?
Kletos desde lo más profundo sabía que no estaba lo suficientemente listo como para convertirse en un héroe. Tal vez nunca habría de estarlo. Sin embargo, siempre hay una primera vez para todo.
— ¿Cuánto falta para llegar a Cólquida? — preguntó Aristo.
— Todavía falta mucho — contestó Néstor —. Lo peor de todo, es que estos caballos están viejos. No están aptos para este viaje. Se morirán por el camino.
— ¿Pueden dejarse de tanto pesimismo por un momento? — replicó Kletos.
La cabalgata siguió un largo trayecto. El viento resoplaba sobre las hojas mientras Aristo silbaba una alegre melodía. Aunque estando en el lugar donde se encontraban, parecía ser tan macabra.
Todo era tan misterioso.
De pronto, el caballo de Kletos se desplomó. El héroe cayó en tierra y su caballo comenzó a aplastarle las piernas, como aquella vez en la aldea cuando los centauros lo habían atacado. Trató de zafarse, pero no pudo. Su caballo había muerto.
— ¡Maldición! — refunfuñó.
Aristo y Néstor se le acercaron. Bajaron de sus caballos y luego se dirigieron a ayudarlo. Tomaron al caballo de los dos extremos y lo tironearon para así lograr liberar a Kletos. Desgastaron todas sus fuerzas hasta que al final lo lograron. Al voltear, descubrieron que sus caballos también estaban desplomados en el suelo. Los tres animales habían muerto.
— Esto es obra de Hera — dijo Néstor sacudiéndose el polvo.
— ¿Cómo te atreves a culpar a los dioses por esto? — replicó Aristo.
— Nadie más a parte de ella odia a los mirmidones — contestó el guerrero —. Dudo que no haya otro que también nos guarde rencor. Pero si hay alguien que está detrás de todas las desdichas que nos ocurran, esa es Hera. Ella odia a los descendientes de Zeus.
Néstor estaba en la razón. Según el antiguo mito, los mirmidones eran descendientes directos de Zeus. Incluso se relata que Hera estuvo metida en varios infortunios dentro de la historia de aquel pueblo.
— No importa si es obra de los dioses o no, hay que incinerar a estos animales — ordenó Kletos.
Entonces comenzaron a hacer fuego para quemar los cadáveres de los desdichados caballos. Kletos frotó dos ramas y al instante salieron unas chispas disparándose hacia los cadáveres. De a poco el fuego se fue propagando.
— Ahora tendremos que seguir a pie — dijo Néstor —. Sabía que los caballos no durarían mucho.
— ¿Acaso tu madre te parió montada sobre un caballo? — le replicó Kletos con ironía.
Néstor se llenó de coraje en ese instante y se abalanzó contra Kletos con todo su rencor y lo derribó. Entonces una salvaje pelea se desató en el medio del bosque. Ambos guerreros arremetían con todas sus fuerzas uno contra el otro. Sangre comenzó a emanar de sus narices y labios.
— No vuelvas a mencionar a mi madre, malnacido — replicó Néstor mientras golpeaba a su contrincante.
— Entonces deja de quejarte por todo — contestó Kletos.
— No peleen, por favor — gritó el aeda.
Pero ellos no le prestaban atención. Estaban tan concentrados en la pelea.
Aristo se acercó entonces e hizo el duro intento por separarlos. Aquella pelea debía terminar de alguna forma, antes de que cualquiera de los dos saliera herido, o peor, muerto.
— Por favor, debemos estar juntos en esto — exclamó —. No podemos estar arrancándonos los ojos. Tenemos que cumplir con la misión que nos encomendó Heleno.
Entonces se escuchó una dulce melodía. Era una bella voz femenil que entonaba una triste canción a capella.
La voz era tan dulce, que la pelea no duró un segundo más al sonar la melodía. Entonces, Kletos y Néstor tomaron distancia mientras se dispusieron a escuchar la triste canción que entonaba aquel espíritu del bosque.
Cada mañana la Aurora regaba los campos con sus lágrimas… decía el canto… El príncipe solo deseaba que las lágrimas cesaran… Sus cabellos se hicieron blancos y la muerte no llegaba… Año tras años, el príncipe la esperaba… La aurora llora por un amor que no le correspondió… Y que falló, que no logró, en su egoísta obsesión.
Editado: 07.07.2018