Kletos
No era fácil estar de fugitivo con una amazona. De vez en cuando, Eilyn se despertaba a media noche, cuando Kletos hacía la guardia. Gritaba y se quejaba. Tenía pesadillas, se retorcía como serpiente mientras dormía. Y ni hablar de sus ataques de mal humor.
— ¿Qué es lo que ocurre? — le preguntó Kletos. Ya exhausto de todos aquellos ataques.
Ella no paraba de rezongar.
— Es por mi amiga — trató de contenerse por un momento —. La extraño, y quisiera volver por ella.
— Apenas sí pudimos salir con vida de allí — dijo Kletos —. Si volvemos, será para nuestra muerte.
Kletos y Eilyn yacían sentados frente a una pobre fogata. No podían hacer mucho fuego, dado que levantarían los rastros de las amazonas.
— ¿Por qué lo hiciste? — preguntó el héroe.
— ¿Qué cosa? — la amazona lo miró confundida.
— Me ayudaste a escapar. Arriesgaste tu honor y tu vida, por mí. Un simple hombre.
— Solo lo hice porque quise mostrar mi valía ante Antianira.
Un silencio incómodo se apoderó de aquel lugar.
— Ella nunca me dio una oportunidad para mostrar de lo que soy capaz — añadió —. Siempre comparándome con mi madre, que en paz descanse en algún lugar de los Elíseos. Pero siempre me ha subestimado, dándome operaciones de rango bajo. Sin darme lugar a crecer.
— Por eso la desobedeciste.
— Y no me arrepiento de haberlo hecho.
— Solo te arrepientes de haber arrastrado a tu amiga a la condena, junto contigo.
Eilyn quedó pensativa.
— Camila es como mi hermana, no puedo imaginar las cosas terribles que debe estar pasando por mi culpa.
Pero no sonaba muy convencida, ella debía soltar algo más.
— No es todo lo que tienes para decirme — supuso Kletos.
Eilyn suspiró.
— No solo acabo de desobedecer a la reina, sino que también desafié a Artemisa — soltó —. Nuestra patrona. La diosa a quien servimos las amazonas. Al desobedecer a la reina, la desobedecemos a ella.
Kletos empezó a entender la situación de Eilyn. Las cosas se estaban poniendo de mal en peor. Aquella guerrera, estaba enemistada con una diosa. Y todo por su causa.
— Mira, si quieres hacer marcha atrás, adelante — le dijo —. No te pedí que arriesgaras tu vida por mi causa.
— No lo entiendes — replicó Eilyn, con los ojos aguados —. No lo hago por ti, lo hago por mí. Por honrar la memoria de mi madre.
— Entonces… ¿Me ayudarás a encontrar la espada? ¿Me ayudarás a aniquilar a Nesus y a su ejército, y a recuperar a mi hermana?
Eilyn asintió.
— Todo esto… ¿Lo haces por tener una estrellita como heroína, o porque quieres algo de mí? — preguntó luego, Kletos.
Eilyn lo miró muy turbada.
— ¿Cómo te atreves a decir eso? — su tono sonó menos amable que de costumbre.
— No me cabe en la cabeza que hayas arriesgado tanto por mí, y siendo una amazona — explicó él —. Tampoco creo que lo hagas sin esperar nada a cambio.
La amazona lo tomó por el cuello y lo tumbó en el suelo, muy bruscamente.
— Mira, niño, yo solo quiero tener el lugar que tenía mi madre cuando estaba con vida — murmuró —, no quiero nada de ti, y no tienes nada que yo quiera.
Kletos quedó muy sorprendido por el fuerte temperamento de Eilyn. Ella era fuerte y decidida. Muy en el fondo, sabía que ella lo podría ayudar en su travesía, mejor que nadie.
— ¿Por qué te exaltas así? — le preguntó, con una voz dificultosa. Dado que la amazona tenía sus manos bien pegadas a su cuello.
Eilyn respiró hondo y lo soltó. Pero no salió de encima de él.
— Si mi madre estuviera viva, no tendría que estar haciendo esto contigo.
De pronto se escuchó un grito desgarrador. Alguien apareció de la nada y saltó sobre Eilyn derribándola y quitándola de encima de Kletos.
Había pasado muy velozmente, pero Kletos sabía muy bien de quién se trataba. Era un joven de cabellera ondulada y rubia como el sol.
— Aristo — murmuró.
Esta vez, la amazona estaba siendo cautiva por un hombre.
— Suéltame — ordenó la guerrera.
Pero Aristo hizo oído sordo, y se dirigió a Kletos: — Con razón no sabíamos nada de ti, amigo. Esta guerrera te tenía de rehén.
— No me tiene de rehén, me está ayudando con la expedición — explicó Kletos.
Aristo aflojó.
Esta vez, Eilyn hizo fuerza y de una patada en el vientre mandó a volar al aeda. Luego se sacudió el polvo.
— ¿Son tus amigos? ¿A los que perdiste?
Kletos asintió.
— Cuando los pájaros del Estínfalo me llevaron, me alejé de ellos.
— Pensamos que habías muerto — resopló Néstor, por detrás —, pero sabíamos que el guerrero prometido no podía morir.
Editado: 07.07.2018