Crésida
Ella contemplaba la ventana, sin poder salir de allí. Era una cautiva, pero a la misma vez, tenía atrapado al rey vidente por medio de sus artimañas.
De pronto, Heleno se hizo presente allí.
— ¿Tienes algo que ver con esto? — le preguntó muy enojado, cediéndole un pergamino.
Crésida tomó el pergamino y lo leyó.
— Por supuesto que no —respondió —. No tengo tanto poder.
— Mi mujer está postrada en cama, en riesgo de muerte — replicó el rey vidente.
— No parecías tan preocupado por ella, la otra vez que me llevaste a la cama.
— Es la madre de mi hijo, me tengo que preocupar.
Crésida trató de tranquilizarlo y lo hizo sentar.
— Mire, su Majestad, si usted quiere que su esposa se salve, debo volver de donde vine — dijo luego —. Allí me podré fortalecer y podré iniciar un ritual para que Andrómaca se sane.
— ¿Quieres que te envíe a las ruinas del Altar Mayor?
— No hay otra solución además de esa.
— Entonces, preparemos todo para el viaje.
El Altar Mayor no quedaba a mucha distancia de la ciudad. Claro, solamente estaban encontradas las ruinas. En medio del bosque de Arcadia. Unas paredes quebradas y polvo disperso por todos lados. Era todo lo que había quedado de aquel altar.
Crésida se puso de rodillas en medio de las cenizas que aún quedaban en aquel territorio y se puso a llorar. Recordó cada escena que había pasado en aquel lugar. Los momentos que había vivido junto a sus hermanas.
Heleno se mantuvo frío. Estaba de pie, junto a sus hombres y Phylos. Quien lo estaba acompañando en ese momento.
De pronto, una anciana salió de la nada. Vestía con ropas oscuras, y su cabeza estaba completamente encapuchada. Reía a carcajadas con una voz agudísima. Como si fuera una bruja. Su piel era más arrugada que la de un elefante y tenía las uñas larguísimas.
Los soldados de Heleno quisieron intervenir, pero la anciana levantó su brazo, y al instante los soldados quedaron quietos como estatuas.
Heleno comenzó a tener malos presentimientos.
— Hija. Ya no llores — murmuró la anciana, a Crésida —. Tus hermanas no se han ido para siempre.
Crésida puso su mirada en la anciana. La había reconocido. Era la misma con la que se había encontrado en ese lugar.
— Usted fue quien me salvó la vida — exclamó. — ¿Cuál es su nombre? — le preguntó luego.
— Quien soy no importa — dijo la anciana —. Vayamos a lo importante.
Luego, trazó en el suelo un círculo con sus largas y mugrosas uñas. A poca distancia del mismo círculo, trazó otro más. Luego otro más.
Una vez trazados los dos círculos, rodeó a los mismos trazando un círculo más grande que los rodeó.
— Mis hijas perdidas, mis hijas caídas — exclamó la anciana —. Han apagado sus luces, han quebrantado sus cuerpos, y han detenido sus corazones. Ahora yo las traigo de regreso de la muerte. Les abro las puertas de la vida.
Unos espectros aparecieron de la nada y se dirigieron hacia Heleno y los demás hombres. Tenían forma de esqueletos. Pero eran sombras negras.
Phylos gritó de terror.
— Eres Hécate — dijo Heleno muy sorprendido ante aquella aparición —. ¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres?
— Vine a cumplir con lo que debí cumplir hace años — respondió la diosa.
Heleno sabía muy bien que nada bueno esperaba. Aquella diosa, era maléfica. Era la representación de todos los males y terrores de la noche.
Luego se acercó a Phylos y lo empujó hacia el lugar donde estaban trazados los círculos.
Heleno trató de detenerla, pero la fuerza de los espectros era mucho mayor.
Crésida tenía un cuchillo en sus manos.
¿De dónde lo había sacado? Ese era un misterio sin resolver.
— No le hagan daño al niño — suplicó Heleno.
— Es sangre de mirmidón, sangre de Aquiles — susurró Crésida, mientras Phylos le era acercado hasta ella.
Luego, acostó al niño entre cada círculo, y con el cuchillo empezó a perforarle el estómago.
— ¡No! — gritó Heleno.
Pero los gritos sofocantes de Phylos eran aún más desesperantes. Mientras el cuchillo de Crésida le perforaba su estómago y su pecho. La sangre comenzó a emanar y a regarse sobre la tierra profanada del Altar Mayor.
Heleno comenzó a forcejear contra los espectros que lo detenían, viendo aquella sádica y atemorizante escena del sacrificio.
Unas luces espectrales salieron del interior de los círculos. Se tornaron cada vez más opacas hasta tomar forma. Forma humana.
Crésida había visto muchas cosas extrañas, pero jamás algo igual a aquello.
— Vuelvan a la vida — exclamó Hécate —. Nada será como antes, pero será mejor. Nada volverá a hacerles daño.
Editado: 07.07.2018