Myrmidon - La Espada Perdida [libro 1]

Capítulo XXXI – El delito de sangre

 

Kletos

No tenía escapatoria; estaba completamente encadenado en un poste, junto al vidente que no paraba de delirar. En frente de él, había una especie de caldero que despedía humo y un olor amargo; seguramente se trataba de algún compuesto para derretir armas.

No puede estar pasando. Pensó el héroe; la espada de Eaco estaba a punto de ser exterminada por los centauros, trató de moverse, pero no pudo. Las cadenas eran demasiado pesadas para él, pero su cuerpo hervía por la rabia, tanto como aquel caldero en el cual iba a ser sometida la gloriosa espada.

La mirada de Nesus era tan desafiante, y burlona a la vez. Tenía en sus manos la espada a la cual tantos temían, porque incluso, era capaz de causar a los dioses las heridas más mortales.

Si la espada desaparecía, con ella se iría toda la esperanza del pueblo. Kletos no era nada sin esa espada, todo el trabajo que había realizado desde su partida de Tesalia, quedaría arruinado. Todo el sacrificio, y las mil veces en que estuvo en peligro de muerte, todo sería en vano.

Nesus llevaba puestos en sus manos unos guantes; con ellos agarró la espada y así la sumergió sobre el caldero.

Kletos dio un grito que fue ahogado al instante por una mordaza que le cubría la boca, mientras veía todos sus sueños heroicos sumergirse en aquel caldero humeante. Maldijo en silencio, dado que no podía hacer nada más que presenciar aquel crudo espectáculo, porque hasta le habían impedido hablar.

Llegado un momento, Nesus retiró el mango del alcance del caldero. La sorpresa no fue tan grata cuando vio que la hoja seguía intacta, no se había derretido ni un poco.

— ¿Qué? Es imposible — gruñó, y luego volvió a sumergir la hoja en aquel caldero. Esperó un rato más, aunque el calor y el humo se tornaban insoportables. Retiró nuevamente la espada, y para su sorpresa, esta seguía ilesa.

El caudillo se molestó esta vez y se acercó bruscamente hacia Kletos, mirándolo despavorido.

— ¿Cuál es el secreto de esta espada? — le preguntó luego, quitándole la mordaza de una forma agresiva.

Kletos sintió pequeños cosquilleos en su boca, debido a los apretones de la mordaza; finalmente podía mover su mandíbula.

— No sé cuál es el secreto — respondió —, solo los dioses lo conocen, fueron ellos mismos quienes la forjaron. Y luego se la dieron a Eaco, quien tampoco supo conocer en profundidad los secretos de la misma.

Nesus perdió la cordura por un momento; y en medio de un ataque de ira, arrojó la espada hacia el caldero haciendo que este reviente y ocasionando un geiser de fuego y compuesto que se desparramó por el lugar, llegando a varios de los centauros, quienes gritaron ante las quemaduras del mismo.

Todo un caos se produjo entonces en aquella fogata, los centauros comenzaron a desparramarse por todo el campo gritando y maldiciendo contra Nesus por su actitud tan incompetente. El líquido del caldero se desparramó por todos lados, pero la espada seguía intacta, era un elemento indestructible.

En ese momento, unos tambores se escucharon, las ninfas comenzaron a bailar y a cantar para romper con toda la tensión.

Kletos fijó sus ojos en una de ellas, la podía reconocer muy bien, a pesar de que los numerosos moretones que le habían provocado los centauros le impedían la visión.

— Dafne — murmuró.

Kletos y el vidente fueron llevados a la tienda del calabozo, mientras la fiesta seguía afuera al son de la música y la danza de las ninfas.

El héroe no despegó su mirada de Dafne, no podía entender qué hacía esa ninfa allí. Supuso que sus amigos habían ideado un plan y que habían venido a rescatarlo, algo que no lo deseaba. No esperaba que sus amigos corrieran peligro por su causa, no de aquella forma. Fue llevado entonces hacia el calabozo, y amarrado en un poste junto a Heleno, así empezó a elevar sus plegarias a los dioses por la vida de sus amigos.

Pasó un buen rato, hasta que nuevamente escuchó unas voces en las afuera de la tienda.

Los prisioneros no se irán —, gritó uno de los vigías.

Pero el mismo Nesus fue quien me mandó a buscarlos — contestó otro centauro.

A pesar de que sus voces no se diferenciaban en mucho, Kletos pudo reconocer aquella voz.

De pronto, se escucharon unos golpes y gemidos apagados, un centauro entró en la tienda; su cara estaba completamente pintada y tenía una prolongada barba, más que la de Quirón. Esta vez, Kletos no estaba tan seguro de que sea el Mentor, sin embargo juraba que aquella voz le pertenecía al benevolente centauro. Lo miró fijamente, y pudo notar que tenía razón, era Quirón.

— No se preocupen, ahora están bajo mi protección — dijo el Mentor.

Kletos esbozó una sonrisa, su cautiverio había terminado.

Al instante, el centauro desamarró a Kletos y luego a Heleno, y sin perder más tiempo salieron de aquella tienda.

— No pasará mucho hasta que los demás centauros se den cuenta — murmuró Quirón —, debemos huir cuanto antes.  



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En el texto hay: mitologia griega, guerras, centauro

Editado: 07.07.2018

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