El reino Arcano estaba conformado por siete palacios, que fueron reinos poderosos tiempo atrás, pero ahora pertenecían a la Nación Arcana y obedecían a un solo señor. Erick el Rojo.
Los antepasados de Erick forjaron una historia de conquistas y sangre. Nadie imaginó que un pueblo salido de la nada, pudiera derrotar a reinos poderosos en ese entonces y acuñarlos en uno solo conocido como la Torre Arcana.
Un bello reino hecho de piedras blancas, que nacían desde las rocas y dominaba todo el entorno frente a un bello océano.
Según contaba la historia, un Bárbaro había empezado a construir ese reino en lo alto de un peñasco para honrar a una mujer, una tal Wen.
De ella se sabía poco, salvo los rollos y libros que había dejado escrito contando la construcción de ese reino y la historia naciente de la poderosa nación Arcana.
Cientos de años después, un heredero de la casa de Rogan, cuya cabellera era roja como el fuego, había tomado el control de todo allí y había llenado de orgullo la historia de su pueblo; sin embargo, hasta un rey tiene sus conflictos y estos empezaban por un nombre. Gregory, su hijo amado.
El salón del reino que era de una elegancia absoluta, sus paredes blancas eran decoradas con incrustaciones de oro, armaduras brillantes, escudos y armas.
El trono tenía detrás de sí la insignia del dragón. Por cientos de años los dragones y los arcanos habían creado una alianza poderosa; eran estos sus protectores y amigos.
Esa mañana todos los emisarios que el rey, tiempo atrás, había enviado, estaban reunidos y le rendían cuentas de sus investigaciones.
Los resultados no eran alentadores, pero la misión era verdaderamente imposible: encontrar el reino de los jóvenes.
Un reino que habían estado buscando por tres años sin saber de él, por eso la ira de Erick, estaba desbordada.
—¡Ineptos! —gritó—. Me rodean puros ineptos. Solo os he pedido una sola cosa en estos tres años y ninguno de ustedes es capaz de complacer a su rey.
Hubo silencio en todos los presentes, su hijo mayor, Arold, intervino para decirle.
—Padre, sabemos cuánto amas a Gregory, sin embargo, enviar emisarios por todo el mundo no es la solución a tus problemas.
Uno de los emisarios dio un paso adelante y le dijo con cierto temor a su amo.
—Señor… En tierras de Ez, una comitiva Arcana fue divisada, compraron animales y cosas de valor y luego se fueron.
Eso le interesó al rey que le preguntó.
—¿A dónde?
—No lo sé, señor, pero me aseguraron que todos obedecían a uno solo y ese era el príncipe Gregory.
—Mi hijo—dijo con orgullo, pero su ánimo se desinfló al no saber su paradero—. No puedo creer que mi propio hijo me dé estos dolores de cabeza.
Arold volvió a hablar para decirle.
—Tal vez nuestro Gregory necesite tiempo para que su ira se apacigüe.
—¡Tiempo! No tengo tanto tiempo, lo quiero a mi lado, junto a su familia.
Todos conocían de la obstinación de padre e hijo. El padre para tratar de que su hijo menor se sujetara a sus reglas y la del joven príncipe para buscar su destino. De ese conflicto eran tres años ya.
Gregory había desaparecido, su padre enviado emisarios por doquier, tratando de encontrar un reino que tal vez jamás existió sobre la tierra, y del que se decía el joven príncipe había encontrado.
Aunque todos deseaban complacer a su rey, nadie podía y la ira de Erick aumentaba y su deseo de encontrar al más amado de sus hijos lo llevaba a la desesperación.
Dicen que el corazón de un arcano es solitario, su existencia pasa triste hasta que encuentra su otra mitad, eso le pasó a Erick, quien encontró en el amor de Imelda el complemento de su alma.
Fueron otros tiempos para los arcanos, el esplendor que le había dado la joven reina con su clase y elegancia hizo de ese castillo un edén sobre la Tierra Nueva.
Cuando nació el primogénito: Arold, hubo fiesta en todo el reino. Erick estuvo presente en el parto y amó aún más a su bella esposa.
Al año siguiente nacieron gemelos: Irold y Blad. Dos años después Zarud, seguido de Taris y Ortwin. Seis hijos que hablaban del profundo amor que se tenían ambos reyes.
A cada hijo Erick le enseñó el arte de la espada y la pelea, cada uno a la edad de siete años consiguió su huevo de dragón y a cada uno sentó en uno de los tronos conquistados. Seis años de paz desde la última batalla a la que debían acudir.
A cada batalla el rey y sus hijos acudían como a una cita, la última y más memorable a la que partieron recibieron la bendición de la reina:
—Esposo mío, cuida de nuestros hijos, por favor.
—Eso hago siempre, señora—besó su mano—. Os pido que cuide mucho de usted y de mi reino, pero más de usted que es la luz de mi corazón.
—Esperaré vuestro regreso con ansias en mi corazón y en mi cama, mi amado señor —besó sus labios.
Los vio partir en comitiva y se sintió muy sola en ese palacio sin la vida que su familia le daba.
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Editado: 25.10.2025