Iniciamos un juego que perdí desde que te cedí los dados, hipnotizada por la capacidad sobrenatural de convencimiento que poseías.
Alcé una bandera blanca, pero tú le pintaste un corazón.
Tiramos los dados y nos salió dos. Avanzamos casillas. Tú retrocediste uno por error y caíste en la serpiente del tablero.
Borrón y cuenta nueva. Un apretón de manos amistoso cerró el supuesto pacto. Reiniciamos el juego.
Avanzamos juntos hasta la mitad. Por azares del destino, te tuviste que retirar... o eso me hiciste pensar. Jugabas con cierta trampa.
Retomamos el juego después de un breve descanso.
Intentamos desempatarnos, pero siempre nos volvíamos a encontrar.
Tiraste los dados, te salió dos. Era la casilla con escalera. No subiste hasta ver mi tirada.
Aventé los dados... Me salió tres. Debería haberme rendido, pero insististe en que volviera a lanzar. Lo hice. Ahí estaba, el dos, a nuestro favor.
Avanzamos casilla tras casilla, hasta llegar a cuatro. Ahí fue cuando me di cuenta de que no era la única en el tablero contigo...
Aun así, seguí jugando.
Tiramos los dados, ya no íbamos al mismo ritmo.
Una casilla era lo que me separaba de la otra jugadora. Hasta que lanzó y cayó en la casilla de la serpiente que la devolvía al inicio.
Dos casillas me faltaban y a ti aún te quedaba una tirada para llegar al final.
Cayó un uno, por suerte para ti, ganaste.
Seis casillas, me tocó retroceder. Vaya sorpresa, una serpiente más. Perdí... Pero, eso lo sabía desde el principio.
Así como que te llevarías el primer lugar.
Terminado el juego, te llevaste el tablero. Total, ya encontrarías fácilmente a otras jugadoras para competir.