El verano iniciaba. Él detuvo su paso a una determinada y considerable distancia. Me quedé analizando la situación, a la espera de cualquier reacción, en el umbral de mi puerta.
Volteó. Me dedicó una mirada de esas que son como terciopelo. Lo entendí sin necesidad de que una palabra se deslizara de entre sus labios.
Corrí y él también lo hizo. Nos sostuvimos porque de no haber sido así, ambos habríamos caído y no nos habríamos deslizado entre estrellas y nubes, mariposas y colores. No existió un mundo bajo nosotros, ni sobre nuestras espaldas.
El perfume veraniego no encontró espacio entre nosotros, solo alrededor. Y danzó para nosotros, con nosotros, no para otros.
Era nuestro verano, el inicio de unos dos o tres años. Sí, en ese abrazo.
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