"No acepto mi destino, pero no puedo cambiarlo"
Narrador omnisciente
"No hay destino salvo el que aceptamos". Una falacia a la que el mundo se aferra cuando la realidad se vuelve demasiado cruda. Aunque la mayoría de las personas vive como si las circunstancias decidieran por ellas. Hay algunos intentan convencerse de que controlan su vida, que sus elecciones importan, y lo hacen para no caer en la locura que provoca enfrentarse a la indiferencia del mundo, para creer que sus actos tienen algún sentido, que caminan en un sendero en común, aún cuando uno esté más desorientado que el anterior. Caminan cada día con la ilusión de que alguien los observa, que cada gesto cuenta.
Mientras otros descubren, demasiado tarde, que sus palabras, sus esfuerzos y sus pérdidas se diluyen en el vaso de indiferencia de quienes los rodean. Y en la aceptación de la realidad vivida flota una verdad tan simple como bruta, esa que nadie se atreve a enfrentar: estamos condenados al olvido. Nadie nos va a extrañar. La magnitud de nuestra existencia solo se mide por la resistencia silenciosa con que atravesamos un mundo que no se detiene ni un segundo por nosotros.
Victoria aprendió más temprano que tarde que por mucho que despreciara su destino no podía, ni debía desear cambiarlo.
Desafiar, para Victoria, nunca fue un acto de rebeldía, sino de necesidad. No encontró otra manera de mantenerse fiel a sí misma en un mundo que buscaba someterla.
Y aunque sus decisiones muchas veces no alteraran algo más allá del barro al que inevitablemente fue condenada, si iba a hundirse en el al menos lo haría con los ojos abiertos.