-Victoria... -susurró Thea inclinándose hacia mí con dramatismo-Creo que estoy presenciando un romance prohibido.
Mordió su labio inferior y suspiró como si estuviera al borde de un desmayo.
-¿Otra vez? -respondí sin dejar de secar la losa en mis manos-El de ayer terminó siendo una conversación sobre abuelas muertas.
Hice una mueca al recordarlo.
-¡Shhhhhh! Este es distinto. Lo siento en los huesos, esto es grande. Lo juro.
-Lo que tus huesos están sintiendo se llama frío.
Ella se acercó aún más, como si estuviera revelando un secreto de Estado que nos pondría en peligro si alguien se entera que lo sabemos.
-Es Isabel... y el chico que trae los sacos de carbón.
-Isabel solo le pidió que no dejara todo tirado en el pasillo.
-¡Eso es lo que ellos quieren que creamos! -respondió, llevando el drama al límite-Pero yo vi cómo él la miró.
-¿Y cómo se supone que miran los muchachos cuando no saben dónde dejar un costal de carbón?
-Como si el mundo se detuviera, Victoria. Como si la vida, por fin, tuviera sentido. Vio en Isi el arcoíris que iluminaba su mundo gris-Hizo una pose exagerada.
-Thea, eso fue cansancio.
-Eres muy cruel, ¿sabías? -formó un puchero-Tienes el corazón más duro que el pan que nos da Castell los viernes.
Rodé los ojos, pero no pude evitar sonreír.
Dorothea siguió fantaseando con sus romances falsos hasta que un sonido interrumpió su imaginación: unos pequeños pies golpeando el piso de madera que chirriaba con cada paso apresurado.
Susie cruzó el marco de la puerta de la cocina corriendo, con los pies descalzos y un intento desesperado de no hacer ruido. Era la mayor del pabellón de las pequeñas, lo que la convertía-queriendo o no-en la cuidadora de las niñas que dormían allí.
-Victoria... -dijo, agitada y casi sin aliento-La bebé no deja de llorar. No importa qué haga o qué le dé.
Levanté la cabeza de inmediato.
-¿Desde cuándo?
-Desde hace rato... y cada vez más fuerte.
No esperé otra palabra. Dejé la taza donde estaba y la seguí por el pasillo. El orfanato estaba casi a oscuras; apenas tres lámparas repartidas a lo largo del corredor nos daban una luz temblorosa que hacía que las sombras se estiraran como si tuvieran vida propia.
Nuestro orfanato tenía un olor peculiar. Una mezcla de lejía, queroseno y madera húmeda. La habitación de las niñas no era la excepción; si acaso, el aroma era todavía más intenso. Era un cuarto largo, de techo bajo, con once camitas alineadas en fila. Las más pequeñas dormían allí, envueltas en mantas demasiado delgadas para el frío que se colaba sin piedad por las rendijas de las ventanas. A veces me preguntaba cómo no moríamos más seguido en invierno; tal vez por costumbre, o por la obstinada resistencia de nuestros cuerpos maltratados.
La bebé había llegado hacía apenas un mes. Nadie sabía de dónde. Apareció una madrugada, envuelta en una manta ridículamente delgada, con la respiración débil y los ojos apenas abiertos. La llamábamos Mercy, aunque oficialmente no tenía nombre.
Aquella noche estaba más inquieta que nunca. Su pequeño pecho subía y bajaba de manera irregular, como si respirar fuese una batalla demasiado grande para ella. Le pasé la mano por la frente con cuidado, como si mis caricias pudieran espantarle el malestar. Estaba tibia: no ardía, pero tampoco tenía su temperatura normal.
-Tranquila, pequeña -murmuré-. Aquí estoy.
A mi lado estaba Susane, sentada en el catre junto a la cuna. Tenía doce años y unos ojos enormes siempre llenos de miedo.
-No se ha calmado en toda la tarde -dijo, casi en un susurro-. Ni siquiera cuando le di agua con azúcar.
Asentí sin responder. Yo también lo había notado.
Tomé a Mercy en mis brazos y la acuné contra mi pecho, intentando que su respiración inquieta encontrara un ritmo menos agitado.
-Shhh, pequeña -murmuré, moviéndome despacio para que no sintiera la brisa helada de la ventana-. Estoy aquí, ¿sí? Te tengo. No hay nada de qué preocuparse.
Su peso era tan ligero que parecía que podía desvanecerse en cualquier momento. Me recordaba lo frágil que era, y la sostuve con más firmeza, como si eso bastara para mantenerla fuera de peligro.
Le rozaba la frente con el pulgar, deseando que el dolor se alejara... pero no fue así. Su llanto no disminuyó; al contrario, se intensificó.
-Todo va a estar bien, cariño -susurré, aunque un nudo comenzaba a formarse en mi garganta-. No te voy a dejar sola.
Entonces escuché mi nombre, apenas un murmullo desde el pasillo.
-Victoria...
Giré la cabeza de inmediato. Era la voz de Thea. Su tono no era urgente, pero sí inquieto. Algo no estaba bien.
Dejé a la pequeña Mercy con sumo cuidado en su cuna.
-No me tardo -susurré a Susie-. Obsérvala bien. Si pasa algo, llámame.
La niña asintió con una seriedad que no correspondía a sus años.
Salí al pasillo. Las sombras proyectadas por la lámpara parecían más largas y pesadas que de costumbre. Dorothea me esperaba junto a la puerta, mordiéndose las uñas.
-Perdón por sacarte. Sé que estás en algo importante -dijo-. Pero tenía que contarte algo...
-¿Qué sucede? -pregunté, alejándome un poco de la habitación para que no nos oyeran las niñas.
-Escuché a Ruth y a Sarah en el baño hablando sobre un traslado mañana. Van a elegir a dos de nosotras para ser llevadas a "servicio".
Sentí un nudo en el estómago. Esas palabras pesaba más que un saco de carbón mojado.
-¿De dónde sacaron eso?
-Escucharon a Castell hablando con la directora.
El silencio cayó de golpe entre nosotras.
-Tal vez sean solo rumores -mentí.
Dorothea bajó la mirada. Sus ojos brillaban, llenos de lágrimas contenidas. Ambas sabíamos que éramos las próximas. Ya éramos demasiado mayores para seguir en el orfanato, y la directora necesitaba dos bocas menos que alimentar.
-Solo quería que lo supieras -dijo por fin.