La vida no se detiene porque tu corazón esté cansado; ese tipo de argumentos no son válidos para nosotras. Mi fuerza de trabajo no se debía ver afectada porque hoy mi mente y mi corazón se encontraran nadando en un lago de ausencia y agobio. El reloj avanza con la misma indiferencia con la que yo ignoraba mis heridas para no perder la escasa cordura que aún conservaba. Mi cuerpo estaba completamente exhausto, funcionando por costumbre, no por convicción. Porque no existe licencia válida para el dolor del alma.
Aquí abajo, el valor solo se mide por la cantidad de tiempo que pueda soportar siendo carne de explotación.
Y cuando empiezas a sacar el polvo de debajo del tapete recuerdas que tú valor como ser humano depende de qué tan funcional puedes llegar a ser y qué tan bueno eres ignorando la realidad que te aflige porque debes priorizar la monótona rutina de sujeción a la que fuiste condenada. Tampoco es que existan más opciones. La única salida limpiar y olvidar los pensamientos absurdos.
Aquella mañana no fue diferente al resto. Nos vimos obligadas a continuar con nuestras vidas fingiendo normalidad.
Nos levantamos con el sonido seco de la campana.
Thea y yo no habíamos cruzado ni un una sola palabra desde lo sucedido. Habíamos preferido evadir el tema y evitar lo incómodamente dolorosa que sería aquella conversación.
Esa mañana nos enviaron a limpiar el hollín que dejaron las lámparas en las paredes.
Thea estaba a mí lado con las mangas arremangadas y la mirada baja frotando su trapo húmedo insistentemente contra la pared.
Solo el sonido seco del cepillo refregando las paredes llenaba el silencio entre nosotras.
Fue entonces cuando, sin apartar la vista de la pared, susurré:
-Era cierto.
Dorothea apretó los labios.
-Lo de la ciudad. Esta mañana muy temprano vi a un hombre en un carruaje muy elegante llegando afuera.
Asintió apenas.
-Nunca cambian -murmuró- Solo somos res fresca y lista para la subasta
La imagen estaba intacta en mi mente. Ruedas limpias, brillando incluso en el turbio barro de nuestro camino; un hermoso caballo negro, que valía más que todas las niñas del orfanato juntas y multiplicadas; y la figura del hombre bajando del carruaje con porte de superioridad y mirada altiva sería una escena que jamás la olvidaría.
Alguien va a salir de aquí hoy. Pensé.
nunca entendí del todo por qué la palabra "servicio" producía tanto estremecimiento entre las chicas mayores del orfanato... hasta que crecí y fui lo suficiente mayor para poder experimentarlo en carne propia. No era solo marcharse del orfanato, ni la incertidumbre de no saber a quién le perteneceríamos después. Era el hecho de que las chicas que se iban nunca regresaban iguales-si es que regresaban-algunas enviaban cartas que la directora Davenport no nos dejaba leer; otras ni siquiera eso y desaparecían por completo.
Quizá lo peor era que el orfanato no era lo peor, aún con toda su rigidez, era lo único que conocíamos. Lo único que no cambiaba. Aquí sabíamos cuándo dolería,cuándo habría castigo, cuando serían días malos y no tan malos, cuándo habría pan duro o agua fría. Pero allá afuera... allá afuera no. Todo sería incierto desde el instante en que cruzaras la puerta. Por eso ninguna quería que dijeran su nombre. Por eso todas evitábamos mirar hacia la oficina de la rectora cuando llegaba un carruaje. Irse no era una oportunidad: era un salto a un lugar completamente desconocido donde no había garantías.
Aquí, el destino de una chica podía cambiar con un solo amanecer... y casi nunca para bien.
Entonces lo oímos.
El taconeo seco de la directora avanzando por el corredor de madera vieja. No necesitábamos verla para saber que era ella.
-Victoria. Dorothea-dijo con voz firme-A mi oficina. Ahora-ordenó sin dar cabida a objeciones.
De mis dedos se resbaló el cepillo que tenía entre las manos. Por poco lo dejo caer. Thea me miró por primera vez en toda la mañana. En sus ojos vi lo mismo que yo sentía: miedo, tensión y desasosiego.
Nos secamos las manos en los delantales y caminamos detrás de la señorita Davenport por el pasillo largo de paredes descascaradas y amarillentas. El orfanato a esa hora estaba despierto del todo: todas las niñas cumplían sus labores y el ruido de los cubos de agua arrastrándose por el suelo llenaba el lugar.
La oficina de la directora estaba al fondo.
Nunca me había gustado ese lugar. Olia a humedad, polillas y a un perfume dulzón que siempre me mareaba.
Un hombre estaba sentado en uno de los dos sillones viejos frente al escritorio de la directora.
No lo miré de inmediato. Evité hacerlo.
-Acérquense -ordenó la directora.
Dimos dos pasos al frente.
Entonces lo vi.
Era un hombre blanco, alto y robusto, de ojos verdes y cabello rubio, mediana edad. Llevaba un traje oscuro impecable, sus brazos estaban apoyados en el reposabrazos del mueble y sus manos entre lazadas. Nos observaba con una mirada fría e indiferente como si fueramos objetos mal colocados en un estante.
-Estas son -dijo la directora- Fuerte y aplicada. Y la otra, diligente. Justo lo que usted busca.
Sentí que me abofeteaba.
-¿Cuántos años tienes? -preguntó él, mirándome.
-Dieciséis, señor -respondí con falsa amabilidad, como me habían enseñado durante los últimos 15 años.
Asintió, satisfecho.
-Y tú -dijo a Dorothea.
-Quince- su voz sonó seca, aunque por dentro sabía que estaba hecha un caos.
Otra inclinación de cabeza.
La directora entrelazó las manos sobre el escritorio.
-Como ya sabrán, existe una gran demanda de jóvenes bien formadas para el servicio doméstico. Ustedes han demostrado ser útiles. Es momento de retribuir al hogar que las ha criado.
Retribuir. Ja.
Las palabras envenenadas me picaban en la lengua listas para salir disparadas.
El hombre se levantó de la silla. Dio un paso hacia nosotras. Caminó a nuestro alrededor lentamente, examinándonos, como se inspecciona un animal antes de comprarlo. Yo mantuve la mirada fija en un punto invisible de la pared.