Náimon y el estigma

Capítulo 7

—Dios misericordioso, he de agradecer tus bendiciones. Refuerza esta alma con fortaleza, aquella que anhela más de lo que me es encomendado, conoces bien el corazón de este humano que necesita un nuevo propósito. Amén.

El hombre con túnica elevó el rostro y observó la rodaja envuelta en mantos, tomó un pedazo que saboreó con los ojos cerrados, luego bebió algo de vino.

Era de noche, la oscuridad apenas era recompensado con la luz que irradiaban los candelabros. Había demasiada soledad para su gusto, solo podía percibir el feroz viento azotar las puertas.

Después de comer, trascribió algunos versículos, escribió algunas cartas que nunca eran enviadas y observó aquella pintura de su redentor.

Cuando estaba a punto de descansar, observó a través del ventanal como la primera nevada aparecía. No supo la razón de despertar poco después con un sobresalto, la respiración le aceleraba el corazón. Se incorporó y fue por algo de beber, entonces se quedó observando aquella gastada puerta de madera.

Al acercarse, el frío viento podía asomarse por debajo de esta. Aún así, la abrió.

El paisaje más blanco que había presenciado lo recibió con una helada brisa. Aún el sol permanecía oculto cuando escuchó un llanto. Tuvo que saltar para no hundirse entre la nieve, y al llegar al sagrado árbol de Hermida, observó con gran asombro a la criatura envuelta en harapos. Se atrevió a tomarlo entre sus brazos y admirarlo de cerca.

La piel era tan oscura como el carbón, cubierta de marcas como cicatrices. Habían dos marcas al lado de su cabeza y no podía abrir los ojos todavía. El corazón le enterneció por aquel ser que se había calmado con su arrulló.

Esa noche el Fray Renaud de Arthies acogió a una extraña criatura durante un cruel invierno. Dejó entrar a un demonio a la sagrada iglesia de San Joan.

Lo mantuvo oculto por varios días. Y, mientras pretendía limpiarlo, abrió por primera vez los ojos. Tan azules como el mismo océano y lo observaron en todo momento.

—Finalmente puedes deleitarte con la vista, había creído que tendrías ceguera —musitó desenvolviendo el manto, sus pequeñas extremidades tenían las mismas tonalidades, pero lo que le sorprendió fue descubrir una cola—. Válgame, mi señor. En verdad ignoro tu origen, pero nadie puede ser tan cruel como para dejarte fallecer bajo estas circunstancias.

El fraile se estremeció al sentir el tacto de la pequeña criatura sobre una de sus manos, aún más asombro lo llenó al ver como la tonalidad de su piel empezaba a cambiar hasta asemejar a la suya. Esa capacidad le permitió a Fray Renaud poder presentarlo al poblado tan pronto como la nevada hubiese terminado.

Anthonie lo llamó, y para todos no fue más que un huérfano abandonado ante la voluntad de Dios.

—No me agrada —musitó la voz del infante cuando habían trascurrido tres inviernos más.

—¿Qué cosa? —quiso saber Fray Renaud mientras terminaba de escribir una carta.

—No quiero llamarme Anthonie —musitó de nuevo el pequeño mientras permanecía al lado del fraile observando el paisaje por la ventana.

—Lo lamento, me ha parecido apropiado y es que nunca había tenido que nombrar a un niño —continuó escribiendo, —. ¿Cómo te gustaría que te llamaran?

El infante de cabello oscuro como el carbón mantenía sus azules pupilas en el conejo blanco que saltaba entre la nieve. Su respiración había empañado el cristal y aprovecho para escribir lo que tenía en mente.

Fray Renaud terminó la carta, y después de agregar el sello volteó hacia el infante. Los servicios a los huérfanos habían sido denegados al no conocer el origen de su sangre, los conflictos sociales le parecían una completa ridiculez, pues sospechaban que era el bastardo de alguna dama.

Fue cuando decidió mantenerlo bajo su cuidado, ocultando al mundo aquella verdad que aún desconocía. Se acercó al infante y observó lo que había escrito.

—¿Náimon?

—Así es, lo leí en algún libro.

El infante no dejaba de sorprender al fraile, a su edad no era común poseer tantas capacidades, contar con una mente tan asombrosa.

—Te llamaré así cuando estemos en la iglesia, pero en el pueblo debes dejar que te llamen por Anthonie.

Náimon le devolvió una sonrisa y continuó admirando el nevado paisaje.

No fue hasta ocho inviernos después cuando las cosas empezaron a dificultarse. El poder de Náimon empezaba a crecer y era cada vez más complicado intentar mantenerse oculto. El fraile fue a buscarlo cuando recibió quejas por parte de una de las familias más enriquecidas del poblado.

—¡Es un monstruo! —había dicho aquel enfurecido hombre—. Ha acabado con la mitad de mi ganado.

Por supuesto que la escena del ganado quemado lo había sorprendido, se disculpó y fue a buscarlo inmediatamente.

Subió hasta la parte más alta de la iglesia, en donde el infante había crecido. Un fuerte olor a humo fue lo primero que lo recibió, habían muchas cosas quemadas, muchos libros hechos cenizas.

—Náimon —lo llamó.

Empezó a acomodar unas cosas, buscó abajo del lecho, atrás de la puerta, pero no lo encontró.

—Náimon —insistió, y lo escuchó sollozar.

Fue cuando divisó su silueta oculta en la esquina de la habitación.

—Hijo, ¿qué ha pasado?

Intentó acercarse hasta que pisó algunas ilustraciones que habían sido arrancadas de antiguos libros.

—No quería lastimarlas —lo escuchó decir aún con la voz entrecortada —. Ellos me estaban persiguiendo y me oculté entre el ganado. Apenas las toque y empezaron a quemarse.

El fraile sentía su corazón oprimido, percibía el dolor de Náimon y el temor que sentía por sí mismo.

—Sé que no ha sido tu intención, ya me he disculpado y pronto lo olvidarán.

—No lo harán —musitó mientras se incorporaba.

Fray Renaud había olvidado lo que era realmente, pero la apariencia con la que se mostró le recordó aquella verdad. Náimon había vuelto a tener la piel tan oscura como el carbón, con las mismas marcas como cicatrices. Ahora, a cada lado de su cabeza brotaban dos cuernos como los de una cabra y la cola se balanceaba de un lado a otro.




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