Náimon y el estigma

Capítulo 8

La iglesia San Joan de Arthies aún permanecía en ruinas cuando Alec la visitó por primera vez. Las estructuras quemadas habían sido abrazadas por capas de vegetación, tan solo en algunas partes. Lo que estaba conformado por piedras, así permanecía.

Se necesitaba de una ardua caminata para poder llegar al poblado más cercano, cuyos rostros humanos parecían absortos en el tiempo, con semblantes tan misteriosos que aguardaban en aquellos ojos opacos. La juventud parecía haber abandonado aquel lugar, solo ancianos solían encontrarse.

—Nadie tiene el valor suficiente como para acercarse a esos terrenos que en su tiempo fueron sagrados, Dios se apiade de aquel hombre que nos condenó a todos con esa presencia —le habían comentado.

No hizo falta más para corroborar la información que Dáesh le había conseguido. El caos estaba reinando en Aneghend desde que aquella perturbadora presencia se atrevió a acabar con aquellos demonios. Tres días habían transcurrido, ningún otro demonio había sido capaz de acercarse de nuevo; pero aquel extraño ser volvió a desaparecer.

Lo que sus ojos habían admirado aquel atardecer nunca lo podría olvidar, necesitaba respuestas a las incógnitas que su mente empezaba a formular. Pese a todo, solo pudo dejar el castillo hasta encomendar a Dáesh la protección, además de solicitar el apoyo de dos de sus sobrinos: Baldur y Brioc. Ambos eran herencia de su hermano mayor; Malik. No habían cumplido un siglo, pero podría confiarles el bienestar del estigma, al menos por un par de días.

Los asuntos que lo tenían en ese lugar debía de resolverlos cuanto antes, el tiempo era primordial y seguramente su progenitor lo reprendería al enterarse de tal imprudencia.

Caminó por los alrededores de aquella estructura, podía percibir un ligero rastro de aquella criatura por todo el lugar, lo que incluía aquel inmenso bosque. Utilizó sus alas para asomarse a la parte alta de la estructura, cualquier cosa que hubiese adornado la habitación seguramente se había convertido en cenizas arrastradas con el viento. Algo en particular captó su atención, se acercó a lo que parecía una carta que pudo haber sido salvada de aquel inmenso incendio.

Querido amigo, el cruel invierno ha vuelto sobre Arthies. Debo admitir que las preocupaciones que me han sobrellevado durante mi vida no hacen más que transformarse en otras.
 


Algunas partes no podía distinguirlas, las orillas oscuras del papel quemado le dificultaban la traducción.

Nunca imaginé que su proceso de crecimiento fuera tan rápido y me parece sumamente aterrador. He de darte una noticia, y es que me he rendido a encontrarle un lugar donde pueda ser criado. Tomaré la responsabilidad que se debe, quizás sea lo que nuestro Dios tenga preparado para mí. ¿Recuerdas aquel conejo? Tan intrépido y peculiar al que acogimos durante nuestra infancia, me recuerda tanto a este infante, por eso he decidido llamarlo Anthonie.
 


Habían otras partes que no se pudieron salvar, vio los fragmentos de papel que parecían haber sido rescatados del resto de la carta, los juntó para poder continuar.

El nombre no le es de su agrado, me ha dicho que prefiere que lo llamemos por Náimon. Si le quieres escribir, hazlo dirigido a ese nombre, estoy seguro que algún día querrá conocerte en persona.
 


 

Con todo mi sincero afecto,
 


 

Fray Renaud de Arthies.
 


Alec dejó a un lado los restos de aquella carta cuando sintió una presencia a sus espaldas. De pronto pareció como si el clima se hubiese hecho más helado, como si el sol se hubiera ocultado en un parpadeo. Pudo visualizar las nubes de neblina que bloqueaban aquella cálida luz, la misma neblina por el que lo había visto desaparecer interminables noches.

—Fray Renaud de Arthies, parece que fue un buen hombre —musitó distinguiendo de reojo aquella oscura silueta que lo observaba desde lo más oscuro del lugar.

—Lo fue —lo escuchó responder con una voz apacible que le erizó la piel —. Era un hombre al que le gustaba mantener sus asuntos para sí mismo.

Se fijó en la carta, seguramente es a lo que se refería. Volteó hacia la criatura y le sonrió.

—Dudo que invadir sus escritos impida su sagrado descanso —inquirió—. Aunque no he sido el primero en usurpar sus antiguos pensamientos.

A pesar de estar frente al ser que había estado buscando, no podía dejar a un lado aquella intranquilidad. Lo había visto convertir una flor en cenizas, pero lo que demostró en aquella ocasión le había dejado perplejo. Todo un centenar de demonios hechos polvo en un suspiro.

—Las razones de su intrepidez podría dejarlas pasar por alto si su presencia no estuviese relacionado con mi ausencia, ¿o me equivoco?

Aún no podía visualizarlo por completo, solo escuchaba a aquella sombra con dos esferas azules dirigirle palabras que había abstenido durante esos últimos años.

—No se equivoca, y espero que podamos charlar tranquilamente.

Lo escuchó soltar una pequeña risa que le volvió a erizar la piel, pero se esforzó por no mostrar ningún rastro de temor.

—¿Acaso no planea retenerme por incumplir aquella estricta condición?

Alec supo que se refería a la última amenaza que le había hecho, el no hacer contacto con la princesa o sería apresado sin ninguna consideración.

—Es respecto a lo que me gustaría hablar —le aclaró—. Según lo que recuerdo y lo que he presenciado, su simple tacto puede convertir a cualquier ser viviente en cenizas. Por lo que, me era sumamente inexplicable comprender que la princesa continuase con vida a pesar del evidente contacto que realizó para salvarle la vida.

—No le he salvado la vida —añadió la criatura con notable irritación en su voz—. Tampoco pretendo hacerlo.

—Lo lamento, debí referirlo como una audaz casualidad que la haya atrapado antes de caer. No pretendía ofenderlo. —las irónicas palabras de Alec parecieron molestarlo más—. Aún así, pretendo hablar del tema.




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