Me desperté cuando el Sol todavía no había salido, y bajé de la litera sin hacer ruido para no despertar a mi hermana. Era el gran día, el día en el que ella y todos los aspirantes a ángel guardián iban a comenzar su prueba final. Todos menos yo.
Estaba todo oscuro, de un azul marino precioso, con la única iluminación de las lámparas de los pasillos y las miles de estrellas que nos rodeaban. Hacía frío, pero no demasiado, era agradable y de alguna forma me calmaba los nervios que sentía. Me colé por los pasillos todavía desiertos de la Academia hasta llegar al patio ovalado en el centro de la Academia, un edificio de piedra con una estructura similar a la del coliseo romano que había en la Tierra.
El césped estaba húmedo por el rocío de la madrugada, y la humedad del ambiente se me pegaba por toda la piel. El mallot de poliéster que llevaba se ajustaba perfectamente a mi cuerpo, y dejaba la espalda descubierta para poder desplegar mis alas libremente. Cerré los ojos haciéndolas salir, deseando que todo fuese diferente. Ahí estaban, dos alas de un blanco impoluto que por alguna extraña razón dejaron de crecer cuando sólo tenía cinco años, llegándome a la cintura, a diferencia de las de los demás, que rozaban el suelo y eran majestuosas.
Las estiré al mismo tiempo que mis brazos y piernas para calentar, con la inútil esperanza de que creciesen el metro que me faltaba en unas pocas horas, el metro que necesitaba para poder volar…
Abrí los ojos y me incliné hacia delante para recogerme el pelo en una cola de caballo, y me aparté el flequillo recién despuntado. Miré al frente y eché a correr en línea recta. Moví las alas de arriba abajo, cogí impulso y salté lo más alto que pude sin dejar de moverlas. Como todas las veces que había repetido el intento, caí sin ni siquiera mantenerme en el aire un segundo, aterrizando sobre mis rodillas.
Nadie ha podido encontrar explicación o motivo por el que dejé de desarrollar esos apéndices que definen lo que soy y que tanta falta me hacen, convirtiéndome en el objetivo de miles de miradas de desconcierto, burla o compasión.
Reprimí las lágrimas como pude, en eso tenía experiencia. No era nada nuevo para mi el hecho de que no podía volar, y aunque hacía años que lo había asumido, no perdía la esperanza. Si no lo conseguía, estaba condenada a vivir una vida en un mismo sitio, sin poder moverme por el Cielo, trabajando en algo que no me gustaba.
Me levanté y volví a intentarlo una y otra vez durante una hora, mientras el Sol se asomaba entre las grandes nubes blancas que rodeaban el lugar, hasta que los primeros ángeles empezaban a aparecer por los pasillos, flotando de un lado a otro. Decidí volver a la habitación para no provocar murmuros sobre mi patético intento del día, aunque mis ojos llorosos y mis rodillas rojas me delataban. Agotada y con las piernas doloridas, atravesé caminando el patio mientras el sudor descendía por mi columna vertebral, y las alas volvían a fundirse con la piel de mi espalda.
Al entrar vi que Megan ya estaba despierta, andando de una punta a otra de la habitación, entre montañas de ropa.
-¡Nairy, por fin!- Me fijé en el desastre que había tras ella. Todo su armario cubría cada mueble, desde el escritorio, el espejo de cuerpo entero, hasta el perchero o la litera.
-¿Q-Qué ha pasado? ¡No quiero tener que volver a recoger todo esto otra vez!- la frustración que sentía se multiplicó por diez.
Aparté un montón de ropa de su cama para poder sentarme mientras ella se volvió dándome la espalda y se miró en el espejo, mientras sostenía delante de ella un vestido salmón que resaltaba sus ojos verdes.
–¿Es que no sabes qué día es hoy?– me preguntó ella con una sonrisa de oreja a oreja mientras empezó a girar sobre sí misma, ignorando mis palabras y mis sentimientos por completo.
Claro que sabía el día que era, el día en el se celebraba la ceremonia de Revelación. Todos los ángeles que querían ser custodios recibían en esa ceremonia sus tres habilidades angelicales según su naturaleza para poder proteger a su humano en la prueba. Siempre me había preguntado qué habilidades se despertarían en mi, era mi día soñado desde que decidí que quería dedicarme a la protección de un humano, pero los directores de la academia ya me habían dejado claro que no podía formar parte ni de la ceremonia ni de la prueba, no hasta que fuese capaz de volar. Y eso ella lo sabía demasiado bien.
Estuve a punto de contestarle de forma grosera aunque fuese mi hermana pequeña, pero eso hubiese sido otra derrota para mi.
-¿Nairy, me estás escuchando?- me preguntó pasándome la mano delante de mis ojos.
- Sí… ¿No sabes qué ponerte para la Revelación?– le pregunté, porque eso es lo que quería, y porque auto compadecerme no me iba a ayudar en nada, al contrario, así que mee dirigí al baño para darme una ducha rápida, sin esperar su contestación.
–Pues no, y he de elegir un conjunto perfecto porque hoy va a ser un día memorable. Ojalá nos crucemos con los demonios… He oído que son guapísimos y sólo pensar que voy a estar un año entero en contacto con uno de ellos, hace que me ponga súper nerviosa. ¡Que ganas de que me emparejen! ¡He de darles la mejor impresión!
Me paré en el umbral de la puerta del baño, me giré para mirarla sin que se diera cuenta, y en silencio deseé estar en su lugar.
-Megan, sabes que no te van a emparejar, te van a enfrentar a uno de ellos- le recalqué -No vas para estar con un demonio, vas para impedir todos sus intentos de perjudicar a tu custodiado.