Era un día caluroso para ser finales de noviembre, y las plantas en la plaza se veían sedientas, incluso algo decaídas. El agua danzante de la fuente les arrojaba algunas gotas de rocío, cada vez que el viento la golpeaba con furia. Se comenzaron a escuchar las risas de los jóvenes uniformados, que salían del colegio que estaba al otro lado de la plaza. Uno de los chicos, de más o menos once años de edad, atlético, de piel oliva y pelo negro con corte militar, caminaba apresurado, y se le veía muy enfadado. Detrás de él, tratando de alcanzarlo, iba una chica de su edad, de piel trigueña y ojos verdes.
—Nael, espérame por dios –dijo Natalie.
El chico se detuvo en seco al oírla, y giró su cuerpo para poder verla. Con el ceño fruncido, y sus ojos color avellana llenos de rabia le dijo:
—¿Cuál de todos? En la India tienes muchos donde escoger –espetó Nael.
Nael era agnóstico, y le gustaba fastidiar a Natalie diciéndole que había más de un dios. Ella era una devota cristiana, y siempre se ofendía cuando le decía eso.
Llegó hasta él jadeando un poco, pues no había hecho más que correr, desde que salieron por las puertas del colegio. Tomó un poco de aire, y lo vio a los ojos.
—No tienes por qué enfadarte de esa manera, ni siquiera entiendo para qué les haces caso.
Nael comenzó a mostrarse más tranquilo, y lanzó un suspiro.
—Cada año es igual. Al llegar estas fechas, empiezan a saludarme en los pasillos: «Hola Grinch.»
Natalie giró los ojos al escucharlo. Si no les hiciera tanto caso, era probable que ya se hubieran cansado de burlarse de él. Ella sabía que debido al color oliva de su piel, sus compañeros comenzaban a darle ese apodo en esta época, haciendo referencia al personaje que se robó la navidad. No estaba segura, si a él le ofendía el apodo, por el verde de su piel, o el hecho que en su casa no se celebraba la navidad. Sus padres adoptivos también eran agnósticos, y no seguían las tradiciones de alguna religión.
Natalie lo haló por un brazo, y comenzaron nuevamente a caminar hacia el edificio donde vivían.
—Por cierto, ¿qué te dijo el médico? –preguntó Natalie.
Nael bajó la cabeza y se tornó algo triste. Le habían prohibido hacer deportes, hasta que su salud mejorara. Tenía algo malo en los riñones, y por mucho que el médico trató de explicarle, no comprendía mucho de que se trataba.
—No pongas esa cara, tus padres se pondrán algo intensos si te ven así –dijo Natalie.
Sus padres comenzaron a portarse muy extraños, desde el día que lo llevaron de emergencia al hospital, porque no había orinado en todo el día,, y le dolía mucho su pecho. Si ellos lo veían un poco pálido o jadeante, se ponían muy nerviosos, y lo cuidaban exageradamente. El mismo Nael se sentía incómodo, ante el exceso de atención que le brindaban.
—No puedo evitar ponerme triste –dijo Nael–. Me encanta jugar soccer, y ahora me canso demasiado rápido. Estoy harto de tomar medicamentos, y seguir enfermo.
Mientras hablaba, llegaron al edificio. En la entrada se encontraba un hombre uniformado, de pelo corto y castaño. Siempre tenía el ceño fruncido, como si todo el tiempo le doliera el estómago, y no sonreía ni siquiera cuando regresaba un saludo.
—Hola señor López –dijeron al unísono.
Él les devolvió el saludo en tono suave y paternal, dejando de fruncir el ceño. Los chicos se miraron el uno al otro, abriendo los ojos, asombrados por la nueva actitud que le acababa de mostrar el señor López. Entraron al vestíbulo, y subieron por las escaleras.
—¿Habrá conseguido algún medicamento para el dolor? –preguntó Natalie.
Nael comenzó a reírse sin parar, y ella lo miró extrañada, no podía entender a que se debían tantas risas. A lo lejos, se escuchó el ruido de una puerta al abrirse, y luego el sonido de unos pasos que se acercaban a ellos. Era el padre de Nael, el señor Pedro. Era un hombre alto y delgado. Su piel era blanca, con muchas pecas, y su pelo era algo rojizo. En su cara lucía una pequeña barba, muy bien cuidada. Al escuchar el sonido de la risa de Nael, se le dibujó una tierna sonrisa, y una lágrima salió de sus ojos. Lo abrazó con fuerza, y le dio un beso. Natalie lo saludó y el señor Pedro le regresó cariñosamente el saludo. Tomó el brazo de Nael, se despidieron y se dirigieron a su apartamento. Natalie se despidió, y siguió caminando.
Al día siguiente, caminaban juntos hacia el colegio, conversando sobre el examen de Geografía que presentarían ese día. Ya habían llegado cerca de la plaza, cuando comenzó a caer una pequeña llovizna. Corrieron hacia el colegio, y en la entrada, Nael palideció, y se recostó de la pared jadeando. Natalie tiró sus libros al suelo, y se acercó para preguntarle cómo se sentía.
La profesora que estaba recibiendo a los niños, mandó a llamar al profesor de los chicos, para que lo llevara a la enfermería. Natalie quiso seguirlos, pero la profesora se lo impidió, dándole indicaciones para que los esperara en el aula de clases. Sonó la campana, y no habían llegado aún desde la enfermería. Cuando el profesor entró al salón sin Nael, saltó de su asiento para preguntar por él. El profesor White la miró calmado, y le dijo que vería a Nael después del recreo. Los minutos se le hicieron horas mientras esperaba, hasta que volvió a sonar la campana. Salió al patio a buscarlo, pero no lo encontró en ninguna parte. Pateó el suelo, y regresó al salón para hablar con el señor White. Al entrar al aula, allí estaba Nael, sentado en su puesto. Ya sus mejillas tenían color, y se veía como si nada hubiera ocurrido. Se acercó a él, para charlar un rato, antes de que terminara el recreo.