A las diez de la noche del día de navidad, Nael abrió los ojos y murmuró algo. Su padre saltó de su silla, seguido de su madre, y se acercaron a él, dándole un beso en la frente. Tocaron el timbre de la enfermera, tal como se lo había indicado el médico. Mientras esperaban a la enfermera, Nael preguntó:
—¿Qué hora es?
—Son las diez de la noche –contestó el señor Pedro.
Nael puso en su cara una expresión de fastidio.
—¿Apenas las diez?
La enfermera entró a la habitación, y revisó a Nael. Vio a los ojos de Pedro y Sara con alegría. El trasplante estaba funcionando. La enfermera salió a buscar al médico, para que le hiciera un examen más minucioso. Nael miró extrañado a sus padres, y les preguntó:
—¿Para qué la enfermera fue a buscar al médico? Ya vino hoy a chequearme.
Los padres de Nael intercambiaron miradas. Nael pensaba que era 24 de diciembre. La señora Sara le dijo:
—Nael, hoy es 25 de diciembre. Ayer te operaron, y te trasplantaron un riñón.
El médico estaba entrando a la habitación, cuando Nael inútilmente trataba de levantarse de la cama. Su padre trataba de sostenerlo, pero tenía miedo de hacerlo con fuerza, por las heridas de la operación. Nael comenzó a gritar:
—¡Natalie! ¡Ayúdame! ¡No quiero este riñón!
El médico se unió al señor Pedro para controlarlo, y le ordenó a la enfermera que trajera un sedante para inyectarlo. Nael seguía tratando de levantarse, para escapar con Natalie, y gritó:
—¡Natalie! ¡Sé que estás aquí! ¡Ayúdame! ¡No puedo vivir sabiendo que alguien murió por mi culpa! ¡Natalie!
La enfermera llegó e inyectó a Nael en un brazo, haciendo que se durmiera. El médico giró instrucciones para suministrarle un sedante suave, como parte de su tratamiento, y revisó las heridas de Nael. Miró a Pedro y Sara con alegría, y les dijo que todo estaba bien.
La mañana siguiente, sobre las nueve, despertó Nael un poco confundido, y con letargo por el sedante. Sara se acercó a él, mirándolo con ternura y lo saludó. Nael preguntó por Natalie, y Sara le contestó:
—Natalie murió en un accidente de auto. El riñón que te trasplantaron era de ella.
Nael abrió los ojos sorprendido. Su mejor amiga había muerto, y él estaba vivo por su riñón. El dolor en su pecho era inmenso, era como si su corazón se estuviese encogiendo bruscamente. Nael se sentía culparse por la muerte de Natalie, y las lágrimas comenzaron a salir de sus ojos. Empezó a negar con la cabeza repetidamente, y comenzó a gritar sin lograr moverse.
—¡Es mi culpa!, ¡ella murió por mi culpa!
La señora Sara tomo su cara entre sus manos, obligándolo a verla a sus ojos, y le dijo:
—Nadie tiene la culpa, fue el destino.
Nael siguió llorando con sonidos lastimeros, y volvió a gritar, soltándose de las manos de su madre.
—Es mi culpa. Si ella no hubiese venido al hospital a almorzar conmigo, no estaría muerta. Claro que es mi culpa.
El padre de Natalie había entrado a la habitación, y lo había escuchado todo. Se acercó a él, y lo saludó con cariño. Nael lo vio con vergüenza y dijo:
—Lo siento señor Niel, ella murió por mi culpa, lo siento, yo no quería que esto pasara, se lo juró señor Niel.
El señor Niel mantuvo su vista sosegada sobre él, con algunas lágrimas en sus ojos, y dijo:
—No es tu culpa Nael. La rueda explotó de repente, y el auto se volcó, chocando con un árbol, y murieron instantáneamente.
Nael abrió los ojos, el miedo y la culpa corrieron rápidamente por sus venas, y comenzó a moverse bruscamente, gritando:
—¡No! ¡La señora Karen no! Lo siento señor Niel, es mi culpa. Si no hubieran venido al hospital, aún estarían vivas. Es mi culpa señor Niel, ¡perdóneme por favor!
El señor Pedro pulsó el timbre de la enfermería, y lo sujetó por los pies para evitar que se moviera. El señor Niel y la señora Sara lo sujetaron por los brazos, y al entrar la enfermera le inyectó un sedante para que se tranquilizara. Durmió el resto de la mañana y parte de la tarde. Al despertar, sólo lo acompañaba su padre. Comenzó a llorar, mientras su padre le acariciaba su cabeza.
—¿Por qué murió, papá?
—No lo sé Nael. El destino es caprichoso.
—Me duele mucho, papá. Ella era mi amiga, mi mejor amiga.
—Lo sé. Es por eso que no debes llorar su muerte. Ella había llamado a su padre para donarte uno de sus riñones.
Nael dejó de llorar, y torció su cabeza, arqueando una ceja.
—¿Iba a donarme un riñón? ¿Cómo lo sabes?
—Sí, ella te iba a dar uno de sus riñones. Su padre no los contó todo. Parece que ustedes eran compatibles, y estaba tratando de convencerlos.