Christian Lamars siempre había soñado con mares desconocidos y tierras más allá del horizonte que solo aparecían en mapas antiguos y en relatos de marineros. Era un hombre decidido, de mirada intensa y pasos firmes, que llevaba consigo no solo brújula y mapas, sino también la ambición y la curiosidad que lo habían llevado a navegar desde joven.
La travesía comenzó desde un puerto europeo, con un pequeño grupo de barcos resistentes y tripulaciones experimentadas, cada uno con historias propias de tormentas y aventuras pasadas. Desde el primer día, la vida en alta mar fue dura, mareas traicioneras, vientos que cambiaban de dirección sin aviso y la incertidumbre constante de si la tierra prometida existía realmente.
Después de semanas de viaje, cuando los cuerpos ya estaban acostumbrados al vaivén del océano y la moral de la tripulación se balanceaba entre la esperanza y el desánimo, una mañana, entre la bruma dorada del amanecer, apareció un relieve verde en el horizonte. La isla que Lamars había soñado durante años existía, y era más majestuosa de lo que cualquier mapa podría sugerir.
Al pisar la arena por primera vez, sintió la mezcla de emoción y respeto que se reserva a lo desconocido. Cada árbol, cada brizna de hierba parecía decirle que aquel lugar guardaba secretos antiguos. Entre la selva, se percibían sonidos extraños, como susurros de vida salvaje que todavía no entendía. No había indicios de civilización, pero sutiles señales en la arena y el follaje sugerían que alguien o algo habitaba la isla.
Lamars levantó los ojos hacia el horizonte y vio su barco meciéndose suavemente sobre las olas, un recordatorio de lo lejos que había llegado y de lo incierto que sería el futuro. Sin saberlo, aquel primer paso marcaría el comienzo de una historia que mezclaba realidad con leyenda, donde cada descubrimiento tendría un precio y cada sombra en la selva podría ser un misterio por desvelar.