Christian Lamars y su tripulación siguieron a la mujer nativa hasta un claro abierto entre los árboles más altos. Allí, por primera vez, pudieron observar con detalle la vida de los habitantes de la isla. Las construcciones eran sencillas: refugios de madera y hojas tejidas, pero estaban dispuestas con orden y cuidado, demostrando una comunidad organizada y conocedora de su entorno.
Los nativos los miraban con una mezcla de curiosidad y cautela, y Lamars, aunque desconocedor de su idioma, intentó comunicarse con gestos y dibujos en la arena. La mujer que los había guiado lo observaba atentamente y, con movimientos precisos, comenzó a mostrar símbolos tallados en palos y piedras, que parecían contar historias de la isla y sus secretos. Lamars intuyó que no solo estaban mostrando dónde vivían, sino también lo que la isla había guardado durante generaciones.
Mientras avanzaban, pequeños detalles despertaban su fascinación y cierta inquietud: flores que cambiaban de color al tacto, aves que parecían observarlos con inteligencia inusual, y sombras que se movían entre los árboles sin origen visible. Era como si la isla misma quisiera que sus secretos fueran descubiertos solo a quienes la respetaran.
Al caer la tarde, Lamars notó un río cristalino que serpenteaba entre la selva, reflejando la luz dorada del sol. Entre la maleza, algo brillante llamó su atención: un objeto antiguo, cubierto de musgo, que parecía un fragmento de algún instrumento o herramienta de gran valor. Lamars lo tomó con cuidado, sintiendo un peso simbólico más que material, como si aquel hallazgo conectara la historia de los nativos con la de su propio viaje.
La mujer nativa observaba desde la distancia, sin intervenir, pero Lamars percibió que su mirada transmitía una advertencia: cada descubrimiento en esta isla tendría un precio, y cada secreto revelado podría cambiar el rumbo de todos los que se aventuraban allí.
Cuando regresaron al claro para pasar la noche, la isla parecía transformarse con la oscuridad: sonidos desconocidos llenaban el aire, la selva cobraba vida de una manera casi consciente, y Lamars comprendió que la verdadera historia de la isla aún no había comenzado, y que él y su tripulación serían parte de algo mucho más grande de lo que habían imaginado.