El amanecer llegó con un resplandor dorado que bañaba la isla, haciendo que la selva pareciera un mar de esmeraldas en movimiento. Christian Lamars se adelantó, observando cada detalle: la arena húmeda, los troncos cubiertos de musgo y el canto de aves desconocidas. La isla no solo era hermosa, sino que respiraba una vida propia, y cada sonido parecía contar historias que nadie había escuchado antes.
La mujer nativa que los había guiado se adelantó, señalando hacia un sendero que se adentraba en la selva más densa. Lamars y su tripulación la siguieron con cautela. Cada paso los sumergía en un mundo distinto, raíces gigantes se enredaban como serpientes de madera, y hojas enormes filtraban la luz del sol, creando un juego de sombras que parecía moverse con vida propia.
Entre los árboles, descubrieron refugios ocultos y herramientas cuidadosamente dispuestas, señalando que los nativos conocían y respetaban cada rincón de su hogar. Lamars no pudo evitar sentir que cada detalle tenía un propósito, como si la isla misma estuviera enseñándoles sus secretos poco a poco.
De repente, un gruñido lejano hizo que todos se detuvieran. No era un animal conocido, sino un sonido profundo, antiguo, que reverberaba entre los árboles. La mujer nativa levantó una mano para pedir silencio, y todos contuvieron la respiración. La sensación de misterio y peligro era tangible: la isla parecía observarlos, y cada sombra podía ser amiga o amenaza.
Lamars avanzó un paso más, con el corazón latiendo rápido, sabiendo que cada descubrimiento traería conocimiento… pero también responsabilidad. La aventura apenas comenzaba, y la isla guardaba secretos que cambiarían todo lo que creían conocer sobre el mundo.