Mientras el sol comenzaba a descender, Lamars decidió adentrarse más en la selva, siguiendo un sendero estrecho que parecía desaparecer entre la vegetación. La mujer nativa los guiaba con pasos seguros, mientras la tripulación avanzaba con cuidado, conscientes de que cada movimiento podía ser observado por los habitantes de la isla o por los secretos que ésta guardaba.
Tras unos minutos, llegaron a una entrada de cueva escondida entre raíces y rocas, con un río pequeño que la atravesaba y un sonido profundo que parecía resonar en las paredes. La luz del atardecer se filtraba por las grietas, iluminando los símbolos tallados en la piedra y dejando entrever algo antiguo, como si la cueva hubiera sido un lugar sagrado o un refugio secreto de los nativos.
Lamars avanzó con cautela, sintiendo que cada paso provocaba un eco profundo, un sonido que amplificaba la tensión en el aire. Los nativos permanecían en silencio, observando cómo su guía exploraba un lugar que parecía cargado de historia y misterio.
Dentro de la cueva, descubrieron herramientas antiguas, restos de fogatas y símbolos en las paredes, algunos de ellos similares a los vistos en la orilla del río. Lamars comprendió que la isla había sido habitada y estudiada por generaciones, y que cada hallazgo contaba una historia que él apenas comenzaba a entender.
De repente, un eco extraño y prolongado resonó entre las paredes, haciendo que los exploradores se detuvieran. No era un sonido común: parecía un aviso o advertencia, y la mujer nativa señaló con gestos que debían prestar atención y avanzar con respeto. Lamars entendió que la isla misma seguía imponiendo reglas, y que su expedición requeriría paciencia, cuidado y humildad para desentrañar sus secretos.
Al salir de la cueva, la luz del atardecer bañaba la selva y el río, recordándoles que la isla no había revelado todo, y que cada paso adelante sería un descubrimiento… y un desafío.