Navegantes Del Alba

La Fractura del Silencio

El amanecer trajo consigo una calma falsa. El campamento despertó lentamente, con los hombres preparando sus herramientas y revisando los víveres. Pero algo era distinto.

El aire estaba más tenso, cargado de susurros y miradas esquivas.

Lamars lo notó enseguida: los rostros de sus hombres reflejaban cansancio, pero también miedo. Algunos evitaban mirar hacia la selva, otros murmuraban entre dientes palabras que no se atrevían a decir en voz alta.

Cuando se hacercó al fuego principal, oyó claramente una conversación entre dos marineros.

—Te lo digo, Hans… esa cueva no era lugar para hombres. Desde que salimos de allí, escucho cosas por las noches —dijo uno, con la mirada perdida.

—Y el agua del río… ¿viste cómo brillaba? Eso no es natural. Esta isla está maldita.

Lamars carraspeó, y ambos callaron de inmediato.

—No hay maldición, solo miedo —dijo con tono firme—. La isla no nos ha hecho daño. Somos nosotros quienes debemos aprender a respetarla.

Pero sabía que no todos pensaban igual.

Horas más tarde, mientras revisaba los mapas improvisados, uno de los oficiales, Marcellin, se le acercó. Era un hombre alto, de rostro endurecido por el mar y la duda.

—Capitán —dijo con cautela—, los hombres están inquietos. Algunos quieren regresar al barco. Dicen que esta isla no es”para nosotros.

Lamars lo miró en silencio por un momento.

—¿Y tú lo crees también, Marcellin?

El hombre dudó. —Creo que hay algo aquí que no comprendemos. Y cuando un marinero no entiende algo… suele morir por culpa de su curiosidad.

Lamars suspiró.

—Entonces no es curiosidad lo que nos mata, sino el miedo. Y no pienso volver sin comprender lo que esta isla guarda.

Mientras hablaban, la mujer nativa se acercó. Traía un collar de piedras azules y lo colocó frente a Lamars, sobre el suelo. Los hombres la observaron con cautela. Ella señaló el norte, hacia la montaña oscura, y pronunció unas palabras que, aunque incomprensibles, todos sintieron como un llamado.

El murmullo entre los marineros se intensificó.

—¡No vamos allí! —gritó uno desde el fondo—. ¡Esa montaña devora a los hombres!

Lamars se incorporó, con el rostro firme.

—Nadie está obligado a seguirme —dijo con voz clara—. Pero yo vine a descubrir, no a huir. Y quien tenga el valor de conocer la verdad, que se prepare al amanecer.

El silencio cayó sobre el campamento. El fuego crepitó suavemente. La nativa lo observaba con una mezcla de respeto y tristeza, como si supiera lo que los esperaba.

Esa noche, el viento cambió de dirección. Desde la selva, un sonido profundo —casi un lamento— recorrió los árboles. Algunos marineros empacaron sus cosas, dispuestos a volver al barco al amanecer. Otros permanecieron inmóviles, indecisos entre la razón y el misterio.

Lamars, mirando hacia la montaña, sintió por primera vez el peso de la soledad del mando.

Sabía que al cruzar esa frontera invisible entre el miedo y la fe, nada volvería a ser igual.

Y en algún lugar del bosque, el eco de la cueva respondió… como si la isla hubiera escuchado su decisión.




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