Navegantes Del Alba

El Eco De Los Que Callan

El amanecer no trajo la calma prometida.

El fuego del campamento aún humeaba, pero una de las tiendas estaba vacía. Las huellas de su dueño se perdían entre la arena húmeda y la línea del bosque.

Era Hans, el mismo que había jurado no volver a poner un pie cerca de la cueva.

Lamars recorrió el campamento con el ceño fruncido.

—¿Desde cuándo falta? —preguntó.

—Desde la noche —respondió Marcellin, con la voz baja—. Nadie lo vio salir. Solo encontramos esto.

Le entregó una cuerda trenzada, cortada a la mitad, todavía húmeda de rocío… o de algo más. Lamars la observó sin decir palabra.

El resto de los hombres murmuraba entre sí, cada vez más inquietos. La nativa, en cambio, permanecía quieta, mirando hacia la montaña. En su rostro había una expresión que mezclaba miedo y resignación.

Al mediodía, cuando intentaron buscar al desaparecido, el aire cambió. Un olor metálico, como de hierro quemado, cubrió el claro. Los animales guardaron silencio. Hasta el viento pareció detenerse.

Entonces, la mujer habló.

Sus palabras eran lentas, antiguas, y aunque ninguno las entendía, todos sintieron el mismo escalofrío recorrerles la espalda. Lamars se arrodilló frente a ella.

—¿Qué estás diciendo?

Ella tomó un puñado de tierra y lo dejó caer sobre el mapa improvisado. Luego, señaló el punto donde Hans había desaparecido… y trazó con el dedo una línea recta hacia la montaña.

Marcellin dio un paso atrás.

—Capitán, eso es una advertencia. No una invitación.

Lamars levantó la mirada.

—O tal vez sea un llamado. —Guardó silencio un instante—. Si Hans se perdió en esa dirección, entonces allí encontraremos las respuestas… o su cuerpo.

Nadie respondió. Pero uno a uno, los hombres fueron preparando sus cosas. Algunos lo hicieron por lealtad; otros, por miedo a quedarse solos.

Antes de partir, la mujer nativa entregó a Lamars una antorcha hecha con ramas trenzadas y piedras azules incrustadas en la base.

—¿Qué es esto? —preguntó él.

Ella solo dijo una palabra:

—Atalún.

El sonido se quedó grabado en su mente, como un eco que no podía apagarse.

Horas más tarde, cuando el sol comenzó a hundirse tras la selva, los navegantes iniciaron el ascenso. La montaña los esperaba envuelta en una neblina extraña, viva, como si respirara.

Y entre los árboles, Lamars creyó ver una figura: un cuerpo, o una sombra… con los ojos abiertos en la oscuridad.




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