Navegantes Del Alba

Ascenso a la Montaña

El sendero hacia la montaña era empinado y traicionero. Raíces retorcidas y rocas sueltas obligaban a Lamars y a su grupo a avanzar con cuidado. Cada paso era un esfuerzo físico y mental, algunos hombres resbalaban, otros jadeaban, y la tensión comenzaba a hacerse evidente.

—¡Cuidado ahí! —gritó Marcellin mientras ayudaba a un marinero a no caer por una pendiente resbaladiza.

La mujer nativa caminaba delante, segura, señalando con precisión los lugares donde apoyarse. Lamars se dio cuenta de que conocía el terreno mucho mejor de lo que él había imaginado. Cada gesto suyo parecía guiar a la expedición, y al mismo tiempo, mantenerlos alerta sobre posibles peligros, rocas inestables, ramas que podían ceder, agujeros ocultos.

El sol comenzaba a ponerse cuando llegaron a un pequeño claro. La montaña se elevaba frente a ellos como una muralla natural. La bruma que la rodeaba no era mágica; era el resultado de la humedad condensada de la selva, y el sonido que Lamars había percibido era solo el viento filtrándose entre grietas y árboles, amplificado por la pendiente y los acantilados.

Lamars respiró hondo.

—Esto… esto es más difícil de lo que imaginé —murmuró.

Los hombres asintieron, algunos en silencio, otros quejándose con voz baja. La agotadora caminata hacía que los cuerpos dolieran, y la incertidumbre de lo que encontrarían al llegar aumentaba la ansiedad.

Al continuar, notaron marcas en las rocas: símbolos tallados, lineales y precisos. No había magia, solo trabajo humano de alguien que había recorrido esas alturas antes que ellos. Lamars los inspeccionó detenidamente.

—No es solo una montaña —dijo—. Alguien ha estado aquí antes, vigilando o señalando algo.

Finalmente, después de horas de esfuerzo, llegaron a una pequeña cueva en la ladera. No era grande, pero contenía restos de herramientas rudimentarias y señales de fogatas antiguas. Todo indicaba que la isla había tenido presencia humana mucho antes de su llegada, y que los nativos solo habían mantenido vivo ese conocimiento en secreto.

Lamars avanzó con cuidado, iluminando con su linterna de aceite. A medida que sus ojos se acostumbraban a la penumbra, vio lo que parecía ser el centro de la montaña: un pozo natural, con agua clara y fría que caía de filtraciones en las paredes de roca. No brillaba ni emitía energía sobrenatural; era simplemente agua, pero el lugar tenía algo impresionante: la sensación de estar en un espacio que había sido observado y cuidado por generaciones.

—El “corazón” de la isla —susurró Lamars, comprendiendo que no se trataba de un artefacto mágico, sino del lugar vital que conectaba la vida de la montaña con la selva que habían explorado.

La mujer nativa señaló hacia el pozo y luego hacia la entrada, indicando respeto. Lamars entendió el mensaje: podían explorar, pero no destruir. Cada acción allí tendría consecuencias, y esa era la lección real que la isla les enseñaba.

Mientras descansaban, observando la caída de agua y el silencio casi absoluto, Lamars supo que la verdadera aventura de la isla no estaba en criaturas fantásticas ni en poderes ocultos. Estaba en la resistencia del terreno, la historia de quienes habían vivido allí, y la interacción humana con lo desconocido.

El ascenso había terminado, pero la comprensión de la isla apenas comenzaba




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