Navidad con mi jefe

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Hay personas que andan por la vida arrojando luz y otras que, por el contrario, parecen tener vigente alrededor un denso aura de oscuridad. El señor Marinero pertenece a los primeros mientras que yo soy de los segundos.

Por suerte, su cercanía me ha demostrado que debo aprender a confiar en mí con tal de avanzar todo lo que pueda en mi vida.

El tiempo y el corazón han señalado mis errores y mi desesperación, pasé lo días más difíciles de mi vida, aún no me creo que apenas con la educación que tengo pueda estar pasando el ascensor y encontrándome con personas tan cuchis, prestigiosas y con tanto talento.

Sin embargo, hay un problema. Algunos se alejan, otros no me miran a los ojos cuando me saludan, sé que los que están cerca de mi cubículo de trabajo en la editorial sujetan sus pertenencias como si se las fuese a sustraer en cualquier momento.

Hace poco más de tres meses robé unos pendientes costosos de una joyería. Pasaba cada día por el lugar cuando me levantaba cada mañana para llevar informes de mis aptitudes en busca de conseguir un empleo digno, sin respuesta alguna más que entrevistas vanas que no me tomaban, sobre todo por mi condición de embarazada. No podría servir café toda la vida, por lo que necesitaba un futuro mejor para mi bebé, lo cual es aún más complejo cuando eres mujer, tienes veinte y el padre es un tipo que nada quiso tener que ver en absoluto contigo al enterarse porque solo eras su cita de un par de veces y te dejó una vez en la cafetería donde servías a la gente.

Perdí mi empleo, perdí la confianza de la gente, las cuentas parecían reventar hasta que todo colapsó. Hoy la vida me propone cumplir con un programa de reinserción laboral en el centro de la ciudad de Madrid dentro de uno de los grupos empresariales que tiene a los mejores autores en sus listados.

Están con un pico de ventas altísimo, sobre todo porque es la época en que más se vende: muchos piden libros en navidad, lo cual es bellísimo. Lamento nunca haber sido habitué al respecto, mi familia no podía permitirse gustos de ese nivel o educación universitaria para sus hijos.

Papá me crió solo porque mamá murió cuando yo era pequeña y, desde entonces, las novias que él tuvo jamás hicieron una labor maternal conmigo ni tenían por qué hacerlo, claro. Solo me pregunto a veces qué hubiera sido de mi vida si mamá hubiera estado aquí para acompañarme.

Por eso es que quiero tener a este bebé.

Cuatro meses y medio de embarazo se traducen en la oportunidad que responde al interrogante que me abordó durante toda una vida.

—Ho…hola… Disculpa.

Le hablo a una de las chicas que está en las mesas de entrada en recepción, correspondiendo con el nuevo sector al que me han enviado.

—¿Sí? ¡Hola!

Es obvio que todos los que están aquí se han dado cuenta ya de quién soy.

—Qué tal… Yo… Quería saber cuál es el sector de paquetería.

—Subsuelo. Cariño, ¿tú no estabas en catálogo?

Me encojo de hombros y le enseño la nota donde pidieron desde Recursos Humanos que, por recomendaciones de personal “atendiendo a mis capacidades” funcionaré mejor metiendo libros en paquetes.

—Oh, claro. Comprendo. Ve por aquel ascensor—me señala ella.

—Gracias—le dedico una sonrisa que intenta ser amable.

De camino al ascensor solo puedo ser capaz de rogar más de mil veces, elevar una plegaria y hacerla estallar en el universo entero para recibir la ayuda que necesito con tal de hacer bien este trabajo.

Debo hacerlo bien, no cabe otra opción. Lo necesito.

Necesito seguir acá al finalizar mis prácticas.

La psicóloga que me asesoró para venir a este espacio en el programa de reinserción me advirtió “vuélvete indispensable en tu trabajo, cariño, tienes que ser la pieza fundamental que todos quieren tener”.

Una pena, licenciada. Estoy haciendo justamente lo contrario y no quisiera decepcionarla. Nadie me quiere cerca, soy la etiquetada con la frase “ex convicta” en este lugar. He escuchado decirme así a algunos mientras cuchichean entre los espacios del almuerzo.

Cuando las puertas del ascensor se abren, dos grandes ojos azules se posan en mí, brillando con su cabello negro corto y la enorme altura con la que se impone dando ventaja ante mí.

—¿Brenda? ¡Oh, Brenda! ¡Buenos días! Creía haberte visto arriba hace unos momentos. ¿Subes?—me pregunta, al parecer él sí.

Niego con la cabeza.

—Debo ir a paquetería—reconozco.

—Oh, claro, ven, voy también hasta allá—. Me señala unos libros bajo el brazo. Seguro se trata de un regalo, suele enviar regalos personalizados a chicos que piden por redes sociales a la editorial. Es parte de un programa que él lleva de manera particular, todos esos ejemplares corren por su cuenta y me resulta admirable.

—¿Y qué harás por aquellos lados? ¿Aún no conoces el sector?—me pregunta.

Niego con la cabeza, apenada.

Y, presa de la vergüenza porque temo decepcionarle, es que le muestro la nota que me han dado hoy al llegar a la oficina.

Él la lee y parece que el gesto se le viene abajo en un santiamén.

Una vez que llegamos a paquetería, me dice:

—Ven conmigo.

Él avanza, deja unos cuantos libros sobre los mesones, le menciona al respecto al encargado y, cuando creo que me va a presentar donde debo desempeñar mis labores, advierte:

—Ven conmigo, subamos.

¿Otra vez?

Carraspeo, seguro me va a echar.

—S…señor…—intento ponerme a suplicar—. Le prometo que puedo hacerlo, puedo esforzarme, deme esta oportunidad…

—Iremos a recursos humanos—advierte—. Voy a revocar esta nota de inmediato.

—¿Q-qué?—me cuesta digerir sus palabras.

—Como escuchaste. No es posible que hagan esto, por todos los cielos.

Realmente parece furioso.

No quisiera traer problemas, pero no entiendo por qué revocaría lo que esa nota dice. Sin embargo, si él lo decide así, lo único que hago es corresponder y le acompaño al ascensor. Una vez que acá arriba, le digo:




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