Navidad con mi jefe

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Haré una rosca de navidad. Me gusta el pan de navidad y ¿a quién no las roscas son salsa dulce, frutos y moras en su interior y azúcar espesa en la cubierta? Qué rico, tengo el paladar sabroso de solo pensar lo que eso sería.

Así es que, al momento de salir, de la empresa, tomo el dinero que llevo en mi cartera cual tenía estipulados otros fines y compro comida, pero en menor cantidad y a que busco también los ingredientes para la rosca. Los mejores que encuentros, quiero realmente impresionar a mi jefe.

Una vez que llego a casa, días más tarde, me pongo con la comida, mientras mis hermanitos, recién llegados de la escuela, me ayudan con los pasos para la rosca de navidad. A ellos les gusta todo esto, pero creo que nunca antes tuvieron opción de comer algo tan sabroso así es que se toman el trabajo de llevar adelante labores que hacen disminuir el riesgo de que se coman todo al final de la jornada.

Procedo con servir la cena y los chiquillos también a amasar. Una vez que va al horno, pongo en el reloj despertador del celular el aviso para la hora en que ya pueda ir listo. Intento comer de la manera más saludable posible ya que el chiquillo o la chiquilla que llevo en la barriga me lo va a agradecer.

Hablando un poco al respecto, comienzo a sospechar que ya es hora de ir programando una ecografía de esas que enseñan el sexo del bebé. ¿Estaré ya en fecha? Hummm, ¡y el turno al obstetra! Al sacarlo, tendré que pedir permiso en mi empleo y sería motivo para suscitar otra suerte de habladurías extra.

Una vez que terminamos, saco la rosca de la navidad, le coloco el glaseado de azúcar espesa y lo dejo reposando encima de la nevera.

—¿Ya lo podemos comer?—preguntas los pequeños.

—Será para la cena de navidad.

—¿No queda mucho para eso?

Inspiro profundamente y lamento que no puedan darle el significado a la navidad que ésta merece para dos niños, una nena y un varón, tan pequeños como ellos. Ojalá mis padres se hubieran encargado de inculcarnos mayor significado a eventos como este.

Pero no les puedo culpar a ellos.

Lo intentaron.

Sé que cuesta, sé que ahora me toca a mí no solo hacerme cargo de mí misma lo cual ya es bastante difícil sino también de dos niños y de una criatura en camino. Solo puedo estar agradecida a Dios por tener la oportunidad de estar con ellos acá, porque el tiempo en prisión fue un calvario y un estado de vergüenza pública del cual aún intento librarme.


 

Al día siguiente, paso la tarta a la nevera y llego a mi trabajo. Están todos con ánimos muy elocuentes porque es veinticuatro de diciembre, hoy se trabaja solo de mañana en la oficina y ha llegado un Santa Claus con una bolsa repleta de regalos.

Claro que se trata de un hombre disfrazado, en verdad.

Mi jefe yace a su lado, quien me arroja un vistazo y anuncia:

—¡Por fin estamos todos, ya podemos repartir los regalos!

Me acerco a una de las mujeres que aguarda con alegría para poder hacerle una pregunta desde cerca:

—¿El señor Marinero nos ha traído regalos a todos?

—Regalos que no son el aguinaldo esta vez—comunica y me toma por sorpresa. Una sorpresa grata que me cae de diez como la seda.

Pero lo que no me cae y no podré acostumbrarme nunca, es que la gente se palpa sus bolsillos cuando estoy cerca.

Ojalá dejasen de tratarme como una criminal, me he redimido y estoy inmensamente arrepentida del error que cometí.

Suspiro e intento concentrarme nuevamente en el hombre que acaba de subirse a una silla para anunciar, repartieron las cajas que salen del inmenso saco de regalos que Santa nos ha traído.

—Consideren un regalo de Dios lo que cada uno de ustedes va a recibir, no hay tarjetas de la empresa ni similares. Es Dios quien nos está premiando a todos en este día—advierte el señor Marinero, como si pudiese ser capaz de leerme los pensamientos con los que anoche me fui a dormir, emitiendo un agradecimiento divino.

Una vez que el hombre disfrazado comienza a sacar las cajas, esté tiene tarjetas que nuestro jefe es quien toma a cargo la lectura:

—¡Este regalo es una herramienta de trabajo muy valiosa que uno de nosotros lleva tiempo buscando cambiar y mejorar! ¡Y al fin lo ha conseguido! Oops, también me lo dijeron los motores  de búsqueda de los últimos cuatro meses de los buscadores de la empresa. ¡Aquí está la computadora que necesitas para tus labores de programación, Titus!

Todos emiten un extenso “¡¡¡OOOHHHH!!!” con inmensa sorpresa. El tal Titus avanza y no lo puede creer, su gesto parece a punto de desencajarse mientras Santa le entrega la caja con su computador y se estrechan en un abrazo cargado de calidez al igual que luego le da otro abrazo al señor Marinero.

Acto seguido deviene la hora de otro regalo más. Una de las chicas por fin tiene los zapatos que quería, que parecen ser una copia exacta de los que ha traído, también caen otros regalos importantes como herramientas para la cocina, pases a conciertos importantes, jugosos bonos de navidad y más.

Sin embargo, cuando ya creo que esto no es para mí, que no me corresponde, que nada de esto me va a suceder por el simple hecho de que soy una presidiaria que es tratada como tal por mis propios compañeros. No estoy contratada junto a los beneficios laborales de la compañía, pese a que es un plan de trabajo remunerado.

Accedo a lo que me toca, cuando el señor anuncia:

—¡Linda y Héctor!

Todos se miran, sabiendo que no hay nadie que se llame así. Además, a los demás los ha llamado de uno en uno. A estos dos los llama de a dos.

—¡Linda! ¡Y! ¡Héctor!—insiste el señor Marinero.

Esta vez, en medio de los vistazos que todos se arrojan, está observando en mi dirección y yo sé de qué está hablando

—¡Oh! ¡Es que estos regalos también vienen acompañados del regalo a Brenda! ¡Linda, Héctor y Brenda!
Son mis…hermanos.




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