Solo quedaban dos días para mis ansiadas vacaciones de Navidad en casa… Y yo era como la del anuncio del turrón: solo volvía a casa por Navidad. El resto del año podía sobrevivir con videollamadas, audios de mi madre y fotos del perro de mis padres posando entre montañas, pero diciembre… diciembre era sagrado.
Confieso que soy una friki de la Navidad. Nivel preocupante. Cuando terminaba, ya estaba pensando en los planes para la siguiente. Volver a Benasque, decorar la casa que me vio nacer y crecer, colaborar con los vecinos para hacer de Benasque un pueblo de postal navideña, tirarme en trineo, preparar los regalos, colocar luces hasta en la caseta del perro si me dejaban.
Sentir el frío cortante del invierno pirenaico y gozarlo, porque luego en cada casa o bar donde entrabas te esperaba el olor a leña, el chisporroteo de la chimenea, las mantas de cuadros que picaban un poco pero daba igual. La cara se te helaba fuera, pero por dentro estabas en modo “calentita-marrón-canelita”.
Mi vida ya la tenía establecida en Barcelona, donde había encontrado el trabajo de mis sueños: consultora de experiencias en alojamientos de lujo. Sí, ese puesto que suena inventado pero que consiste en ir por hoteles maravillosos a decirles cómo podrían ser todavía más maravillosos. Lo que viene siendo: “me pagan por dormir en camas de 400 hilos y quejarme si el desayuno no tiene croissants decentes”.
Un trabajo que me permitía recorrer los hoteles más top de España, algunos de Europa y, de vez en cuando, alguno más allá de los mares. De esos destinos exóticos que mis compañeros se rifaban en cuanto salían.
Yo, mientras tanto, me rifaba Benasque por Navidad. Qué le vamos a hacer, cada uno con sus prioridades.
Ese año había sido perfecto: reservas hechas desde septiembre, billetes a Zaragoza comprados, mis dos semanas libres aprobadas, la playlist navideña preparada y una carpeta en el móvil llamada “Benasque 2025”. Todo controlado.
Hasta que Paco asomó la cabeza por encima de mi pantalla.
—Susana, haz las maletas porque nos acaba de entrar un servicio en Sidney.
Levanté la vista muy despacio, como cuando en las pelis el personaje se niega a procesar lo que acaba de escuchar.
—Perdón, ¿qué? —parpadeé—. ¿Sidney… Australia?
—Sí, mujer, ¿cuál va a ser? —Paco sonrió con ese entusiasmo corporativo que siempre anuncia desgracias—. Hotelazo nuevo, marca internacional, quieren una auditoría completa de experiencia huésped. Es un caramelito, tía.
Me quedé bloqueada, en shock, como si el cerebro se me hubiera cortocircuitado. Repetí mentalmente sus palabras como si fueran un problema de comprensión lectora:
Servicio.
Sidney.
Hotelazo.
Caramelito.
Diciembre.
Algo no cuadraba.
—Paco, a ver, que te has equivocado de persona —dije, intentando reírme—. Yo tengo ya las vacaciones pedidas desde el seis de enero y desde el seis de diciembre estoy mentalmente en Benasque. Ya sabes: mi pueblo, mis montañas, mi frío, mi… Navidad.
—Susana… —Paco se apoyó en el borde de mi mesa, versión “te voy a fastidiar pero con cariño”—. No me queda nadie más disponible. Todos están en proyectos, fuera de España o con bajas. Tú eres la única que puede hacerlo. Y te vamos a pagar el doble, por eso no te preocupes.
¿Que no me preocupe? Acababa de apuñalar a mi espíritu navideño por la espalda con un boli corporativo.
—Paco, es que… —busqué palabras, pero lo único que salía de mi boca era una especie de ruido herido—. Es Navidad. Mi Navidad. Tú sabes lo de mi pueblo, lo de mi madre, lo del concurso de decoraciones… El año pasado ganamos el premio a “fachada más navideña” y este año tenemos que revalidar el título. No puedo abandonar al equipo ahora, Paco. Hay un reno luminoso con mi nombre.
Él se rió, pero no con la risa adecuada. No con la risa de “tienes razón, cancelo el vuelo”. No. Era la risa de “eres muy graciosa mientras te arranco el corazón”.
—Piensa que en Australia también es Navidad —dijo—. Solo que… diferente.
—Diferente no. Equivocada —murmuré.
—Susana… —suspiró—. Mira, si lo haces tú, esto puede contar como proyecto estrella del año. Estamos hablando de ascenso, de más responsabilidades, de que te tengan en cuenta para la expansión internacional. Es una oportunidad. Navidad hay todos los años. Esto, no.
Mi corazón navideño se quedó muy callado con esa frase. Mi parte profesional, en cambio, levantó la ceja y se acomodó en la silla.
Ascenso. Más responsabilidades. Proyecto estrella.
Y yo, que iba de muy firme, era bastante blanda cuando me hablaban de “futuro laboral estable”.
—¿Cuándo… cuándo sería el viaje? —pregunté, ya temiéndomelo.
Paco abrió la carpeta que llevaba en la mano, muy tranquilo, como si no estuviera a punto de mandarme a pasar la Nochebuena al otro lado del mundo.
—Salida el día 21, llegada el 22. —Me miró por encima de las gafas—. Estarías allí menos de una semana. Vuelves el 27. Aún pillarías algo de ambiente en tu pueblo para fin de año, ¿no?
Hice el cálculo mental. Sí, podría llegar para Nochevieja. Pero yo no era una cualquiera. Yo era de las intensitas que necesitaban TODO el pack: poner el árbol en cuanto llegara, ver cómo montan las luces en la plaza, ayudar a la panadera a preparar roscones de prueba, cotillear con las vecinas… No solo el “remix final” del 31.