Navidad en chanclas

2

Jamás había volado tantas horas en un avión. Mi récord estaba en un vuelo de siete horas cuando fui a Dubái a rellenar informes de consultora… pero esto era otra liga. Esto era “maratón aéreo con premio en forma de verano en Navidad”.

La noche anterior al vuelo soñé que sufría una trombosis en las piernas… y también que el avión desaparecía en algún lugar entre el océano Índico y el Pacífico. Vamos, lo normal para dormir a pierna suelta.
Conclusión: no pegué ojo y, para rematar, me fui de varetas en cuanto me levanté. Mi cuerpo diciendo: “si tú no descansas, yo tampoco”.

También lloré sin querer… pero es que las lágrimas se me caían solas. No era un drama épico de película; era más bien ese llanto silencioso de “no quiero irme, pero tampoco quiero quedarme sin trabajo”.

Tampoco desayuné porque no me entraba nada a las cinco de la mañana, así que cogí mi maleta veraniega (qué locura, esto no podía ser bueno para la salud mental ni física) y salí con tres grados a la calle, donde el Uber me esperaba para llevarme al aeropuerto. Ir en abrigo gordo arrastrando una maleta llena de vestidos veraniegos y sandalias tenía algo profundamente ofensivo para mi yo pirenaico.

Si algo tenía que agradecerle a Paco es que me reservara en clase business. Eso suponía muchas ventajas, entre otras: dormir tumbada, sí, y con cierta intimidad. No era la primera vez que viajaba en business, pero este nivel de lujo no lo había visto antes: mini suite, pantallote, mantita, almohada decente…
En cuanto me senté, mi estómago, que llevaba horas en huelga, decidió que ahora sí tenía hambre. Mucha hambre.

Cuando vino la azafata con el desayuno, le sonreí con desesperación contenida.

—¿Le traigo el continental o el completo? —preguntó, muy profesional.

—Los dos —respondí, sin pestañear—. Y si hay algo llamado “desayuno emocional”, también.

Parpadeó medio segundo, quizá intentando decidir si estaba ante una que iba de graciosa o ante una embarazada de trillizos.

—Puedo traerle dos bandejas, sí —asintió al final—. ¿Café, té…?

—Café, por favor. Muy cargado.

Tenía que convencer a mi cerebro de que esto no era un secuestro laboral. Cuando el avión despegó, sentí ese tirón en el estómago que no tenía nada que ver con la física y mucho con Benasque alejándose a toda velocidad. Vi las luces de Barcelona hacerse pequeñas por la ventanilla y pensé en la plaza de mi pueblo, en el árbol gigante, en el aliento blanco al hablar, en mi madre guardándome polvorones “por si acaso llegaba tarde”.

Di buena cuenta de las dos bandejas de desayuno (mi cuerpo, traidor, comiendo como si no hubiera llorado en la ducha dos horas antes) y, en cuanto bajé el asiento hasta modo cama, el cansancio me atropelló. Bajé la persiana de la ventanilla, me tapé con la mantita y cerré los ojos.

Soñé con algo raro: yo en la plaza de Benasque en manga corta, mi madre con gafas de sol y el perro llevando un flotador de reno. Detrás, un cartel luminoso gigante que decía: “Bienvenida a tu Navidad austral”.

Sentí una mano suave en el hombro.

—Señorita, vamos a aterrizar en Dubái —susurró la azafata.

Parpadeé, desorientada. Cabina en penumbra, gente recolocándose el cuello, luces encendiéndose. Miré el mapa en la pantalla: primera etapa superada.

—¿Ya? —mi voz sonó pastosa.

—Hemos estado volando casi siete horas —sonrió—. Tiene una hora de escala antes del siguiente vuelo a Sidney.

Una hora. Ni larga ni corta. Lo justo para despertar del todo… y empezar a asumir que lo de “viajecito” no tenía nada de pequeño.

El aire caliente del aeropuerto de Dubái me golpeó en cuanto salí del finger. Cambié abrigo por sudadera, arrastré mi maleta por pasillos llenos de duty free, relojes carísimos y árboles de Navidad plateados que parecían más decoración de joyería que espíritu navideño.

Me compré una botella de agua, fui al baño a mirarme la cara (ojeras nivel “tengo tres hijos y ninguno duerme”) y revisé la puerta de embarque del siguiente vuelo. No tenía tiempo de sentarme a filosofar sobre mi vida, pero sí de encender el modo automático de consultora.

Porque, mientras caminaba hacia la siguiente puerta, una idea se me clavó en la cabeza:
si iba a perder mi Navidad, al menos quería llegar a Sidney con los deberes hechos.

En cuanto me acomodé en mi nuevo asiento rumbo a Australia, se me quitaron las ganas de dormir. Tenía demasiadas horas por delante como para desperdiciarlas solo viendo pelis, así que abrí el portátil, conecté el wifi del avión (gracias, Paco) y empecé a cotillear el hotel.

La web era impecable: madera clara, cristal, vistas de infarto, gente en albornoz mirando el horizonte… Muy bonito, muy instagrammeable… muy frío. Nada de personas reales, nada de detalles que dijeran “te vamos a cuidar”.

Las reseñas decían lo mismo con otras palabras: instalaciones espectaculares, todo nuevo y limpio, pero “servicio algo impersonal para el precio” y “eché de menos más cercanía”. En TripAdvisor, una frase me hizo arquear la ceja: “El manager nos resolvió un problema con mucha eficacia, pero todo fue muy… profesional.”




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