Tras la segunda copa de vino, los párpados me pesaban como dos losas y no tuve otra que disculparme y retirarme a descansar, así que me despedí de Liam con una sonrisa tontorrona…
El problema fue que el puñetero jet lag decidió hacer de las suyas. Tenía un sueño que me moría y, sin embargo, no había manera de dormirme. Pedí hasta dos almohadas extra de la carta de almohadas, di mil vueltas sobre la cama, bajé al gym a hacer algo de ejercicio para ver si caía rendida por agotamiento y ni por esas.
Me pegué un baño caliente y, trasteando por la habitación, vi una pequeña guía de servicios que abrí por inercia. Una página entera ponía:
¿Problemas de jet lag?
Pida consejo a nuestro asesor. Servicio 24 horas.
Esto no lo había visto nunca en ningún hotel. Y eran las dos y media de la mañana. Total, que marqué el número con la misma desesperación con la que en casa le pido a mi madre “otro plato de sopa, porfa”.
Al cabo de diez minutos llamaron a la puerta de mi habitación. Era una chica majísima del hotel con un kit antijet lag: un suplemento de melatonina, una infusión de melisa, y una profesionalidad que ya quisieran muchos médicos.
Recolocó mejor las cortinas para que no entrara ni un rayo de luz, me explicó un truco de respiración que, según ella, usaban los marines para quedarse fritos en cualquier parte, y me recomendó que, aunque durmiera poco, pusiera un despertador temprano para ayudar a mis ritmos circadianos a adaptarse.
Maravillosa. De verdad. No tardé ni diez minutos en dormirme.
Y sí, fue maravillosa… hasta que a las nueve de la mañana me despertó vía telefónica.
—Good morning, Miss Martines —canturreó una voz alegre al otro lado.
Abrí un ojo a duras penas.
—Good morning —farfullé, con voz de congestión emocional y física.
—Here is your wake-up call, as we agreed —añadió—. We hope you could sleep a little. Breakfast is served until ten thirty. Have a beautiful day.
Colgué despacio, miré el techo y solté un suspiro.
—Vale, Susana —me dije—. Has sobrevivido a un vuelo eterno, a un cheesecake compartido con un tío en mocasines y a una noche de pseudoinsomnio. Puedes con una ducha y un buffet.
Me incorporé como pude, con el pelo en modo nido y la sensación de haber dormido media vida y media hora a la vez. Fui al baño, me miré al espejo y casi le pedí perdón al reflejo.
Un rato después, ya duchada, medio maquillada y con un vestido veraniego que seguía pareciéndome una traición a diciembre, me puse las sandalias, colgué la tarjeta de “Make up my room, please” en la puerta y salí rumbo al desayuno.
Mientras bajaba en el ascensor, el recuerdo de la noche anterior se me coló sin pedir permiso: la risa de Liam, sus “mocasinos”, el “¿puedo perdirle un postre?” con acento torcido… y la sensación absurda de que me lo había pasado bien. Muy bien. Demasiado bien para tratarse de un hombre que llevaba justamente el tipo de zapatos que yo había vetado de mi vida sentimental.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron, el olor a café recién hecho y pan tostado me golpeó de lleno. El buffet brillaba al fondo como un oasis. Y, en mitad de la sala, de espaldas, reconocí una figura familiar: traje azul marino, camisa clara, postura erguida. Y, cómo no, mocasines.
Y fue justo en el momento en que mi cara se torció al ver de nuevo los mocasines náuticos cuando él se giró. Miró mis ojos, luego bajó la vista a sus zapatos, volvió a subirla hacia mí… y yo, en un acto reflejo de cobarde, desvié la mirada hacia la mesa de panes y embutidos como si el fuet fuera lo más interesante del planeta.
Luego le volví a mirar… y le sonreí.
Pero no una sonrisa normal. No. Una sonrisa rara, tensa, de poseída por el espíritu de “yo aquí no he juzgado ningún calzado, señoría”. Dios. Qué torpe me sentía.
Liam desapareció entre la gente del restaurante sin decir nada, y yo me quedé con una piedra en el estómago. Cuando mi corazón dejó de latir como si hubiera corrido una maratón, respiré hondo, me serví café y me puse en modo profesional.
Recorrí todo el buffet con mirada de consultora: variedad correcta, buena presentación, algunos detalles cuidados, otros mejorables. Tomé mentalmente nota de todo: carteles poco claros aquí, fruta demasiado perfecta allá, cero guiño navideño en el desayuno… vale, bien, trabajo había.
Cuando terminé de desayunar, mi espalda empezó a quejarse con fuerza. Entre vuelo, jet lag y tensión mocasinil, tenía una contractura digna de informe médico.
Me dirigí a recepción para pedir hora para un masaje.
El servicio fue tan impecable que en media hora ya estaba en una camilla, envuelta en olor a aceites esenciales, relajándome de lo lindo. No solo me quedé dormida: se me cayó la baba. Y eso no era normal en mí. Ni en mí ni en mi dignidad.
Cuando acabó el masaje, subí a la habitación para cambiarme e ir a dar una vuelta por Sidney. Estaba agotada, pero solo iba a estar unos días y no quería perderme lo más importante. Además… Pensé en Liam.
Creo que se ofendió esa mañana. O, como mínimo, se quedó con la espinita de mi cara rara. Y, aunque mi promesa anti-mocasines seguía firme, tampoco quería empezar mi auditoría con el subdirector en modo “humano herido”.