Navidad en chanclas

4

A la mañana siguiente, bajé a desayunar con mariposas en el estómago. No por el buffet.
Por la maldita sorpresa.

Me acabé el café, el zumo, la tostada y un trozo de fruta que ni me sabía a nada, con mi mirada fija en la puerta del restaurante por si aparecía Liam en cualquier momento con su sonrisa y sus zapatos marrones de alto voltaje. Nada. Ni rastro.

Volví a mirar el móvil. Ni un mensaje. Ni un “buenos días”, ni un “¿lista para la sorpresa?”, ni un triste emoji de koala. Nada.

Quise volver a preguntar por él en recepción, pero no quería parecer desesperada. Bastante tenía ya con que mi cerebro llevara desde las ocho de la mañana repitiendo: sorpresa, sorpresa, sorpresa.

Así que pensé: Subes a la habitación, respiras y le llamas desde ahí. Más discreto. Menos drama. Lo hice. Marqué el número, esperé. Me respondieron de recepción.

—¿Podría pasarme con el señor Parker, por favor? —pregunté, intentando sonar muy profesional y cero colgada.

—Lo siento, Miss Martínez —respondió la chica—. Hoy el señor Parker tiene el día libre. Si quiere hablar con la directora…

—No, gracias —corté, demasiado rápido—. Está bien. Gracias igualmente.

Colgué y noté un pequeño pinchazo en el corazón. De esos tontos, pero muy concretos.

Se suponía que había venido a trabajar, a evaluar un hotel. No a depender emocionalmente de si el subdirector me mandaba un “buenos días” o no.

Di unas cuantas vueltas por la habitación, sin saber qué hacer con las manos ni con el cuerpo. Y entonces, de repente, me di cuenta de algo obvio: Era Nochebuena. Se me había olvidado completamente. Yo, la friki de la Navidad, la de las luces, la de los preparativos con semanas de antelación… y estaba en Sidney el 24 de diciembre sin ningún plan para la noche, más allá de darle vueltas a la ausencia de un hombre con zapatos bonitos.

—Muy bien, Susana —me regañé—. Esto ya roza el ridículo.

Cogí el portátil y empecé a buscar “mejores restaurantes para cenar Nochebuena en Sidney”. Llamé a varios. Todos llenos. Esperable, pero igualmente frustrante.

Al final hice lo que haría cualquier huésped en un hotel de lujo con un mínimo de autoestima: delegar. Llamé a recepción.

—Hola, soy Susana Martínez, de la habitación 502. Esta noche es Nochebuena y me gustaría cenar fuera. ¿Podríais buscarme sitio en algún restaurante? Sé que suelen tener plazas reservadas.

—Por supuesto, Miss Martínez, nos ocupamos —respondieron, súper amables. Colgué.

Y en cuanto dejé el teléfono en la mesilla, llamaron a la puerta. Un golpe suave, rápido. Fui a abrir. Un chico joven del hotel, con chaleco y sonrisa estándar, me tendió un sobre.

—For you, Miss Martínes.

Lo cogí. Dentro había una nota, escrita a mano. “Te espero fuera. Liam. P.D.: Ponte cómoda: zapatillas, pantalones…”

Sentí que el estómago se me caía al suelo y, al mismo tiempo, subía hasta la garganta.

—Vale —murmuré—. Estoy oficialmente en una comedia romántica.

Me puse unas zapatillas blancas, unos vaqueros cortos, una camiseta fresca y recogí el pelo en una coleta. Bajé.

Liam me esperaba en la puerta, apoyado en un coche del hotel, con gafas de sol en el escote de la camisa y una sonrisa que no le había visto aún: un punto nerviosa, un punto satisfecha y, con zapatillas deportivas que gritaban “ahora sí soy peligro y tú lo sabes”.

—Buenos días, Susana —dijo—. Veo que has seguido los instrucciones.

—No suelo desobedecer cuando hay sorpresas de por medio —respondí—. Aunque reconozco que he estado tentada de bajar en vestido largo solo por fastidiar.

—Me habría encantado verlo —rió—, pero tus zapatillos son… perfectos para lo de hoy.

—¿Lo de hoy? —arqueé una ceja—. ¿Vas a seguir con el misterio mucho rato?

—Todo el que pueda —contestó—. Suba, por favor.

Suba”, dijo. Pero me abrió la puerta del copiloto con gesto casi solemne.

Me subí al coche, abroché el cinturón y, cuando nos alejamos del hotel, me di cuenta de que salíamos de la ciudad. Carretera, menos edificios, más árboles.

—Te voy a denunciar por secuestro si esto no es increíble —bromeé.

—Acepto el riesgo —dijo, concentrado en la carretera—. Por cierto… ¿qué tal el Ópera?

Ahí ya no pude parar. La presa se rompió. Le conté todo: cómo había llegado sin saber muy bien qué esperar, cómo se me cayó encima la música, cómo la soprano me había puesto los pelos de punta, cómo había llorado sin entender la letra, cómo salí con la sensación de que me habían movido algo por dentro.

Liam conducía, pero sonreía todo el rato. De vez en cuando, asentía, soltaba un “lo sabía” bajito, o un “esa aria es brutal, aunque no entiendas nada”.

—Tenías razón —admití—. No podía irme de Sidney sin vivir eso. Estaba equivocada con la ópera.

—Pocos veces en mi vida he disfrutado tanto de tener razón —dijo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.