Los días siguientes en Sídney fueron una especie de Navidad paralela, de esas que nunca habría imaginado para mí. El 25 lo pasamos casi entero juntos: Liam me llevó a un Christmas lunch con vistas a la bahía, de esos de mantel blanco, copas brillando y la Ópera al fondo. Caminamos luego por The Rocks, entre música en vivo, decoración navideña y puestos de comida; él me cogía de la mano sin darse importancia, como si lo hubiéramos hecho toda la vida, y yo sentía esa calidez en el pecho que solo te da ir en modo “nosotros”. Cuando refrescó, me pasó el brazo por los hombros y me apretó un poco contra él mientras cruzábamos el centro, con las luces de Martin Place encendidas y la ciudad en modo postal. Por la noche, frente a la fachada iluminada de St Mary’s Cathedral, pensé que hacía años que no me sentía tan acompañada.
El Boxing Day fue aún más de película: fuimos a ver la salida de la regata Sídney–Hobart, rodeados de gente gritando, barcos, helicópteros, solazo, todo muy épico. En un momento dado, él se colocó detrás de mí, me rodeó por la cintura para que no me empujaran y apoyé las manos sobre las suyas, como si fuera lo más natural del mundo. Después cogimos un ferry por la bahía, terminamos tomando algo en un beach club flotante y acabamos riéndonos de la locura de las rebajas mientras veíamos a gente salir de los centros comerciales cargada de bolsas.
Entre sus dedos entrelazados con los míos, su brazo rodeándome los hombros, los silencios cómodos y las risas tontas, me di cuenta de cuánto echaba de menos eso: no solo el romance, sino la sensación de pertenecer a un “dos”. Hacía tiempo que no me sentía tan en pareja… aunque ni siquiera hubiéramos dicho nunca esa palabra.
La última noche llegó antes de que me diera tiempo a procesarlo. Tenía la maleta casi hecha, el billete de vuelta en el correo y un documento de auditoría a falta de cuatro retoques… y un corazón que no tenía ni idea de cómo se hacía una “entrega final” de todo aquello.
Quedamos en el rooftop del hotel, después del servicio de cenas. La ciudad brillaba abajo, la bahía al fondo, la Ópera recortada contra el cielo. Yo llevaba un vestido sencillo y una tristeza de esas que intentas disimular con pintalabios.
Liam llegó con dos copas de vino.
—Por la consultor más eficaz que hemos tenido nunca —brindó—. Sin duda, la mejor.
—Por el subdirector más atento que he conocido —respondí—. Y, sin duda, el que más me ha sorprendido.
Bebimos. Hubo un silencio, pero del bueno.
—Gracias —dije al final, mirando la bahía—. Por todo. Por la ópera, por los koalas, por aguantar mis dramas navideños… Has salvado una Navidad que yo daba por perdida.
Él se apoyó en la barandilla, a mi lado.
—No quería reemplazar tu Navidad —dijo—. Solo… que supieras que también puede existir otro. Diferente. Con chanclas, koalas y gente pesado con los panderetas.
Sonreí.
—Y con un subdirector que invita a la Ópera, prepara picnics y besa… muy bien —añadí.
Se le curvó la comisura de la boca.
—Eso último, ¿lo vas a poner en la informe? —alzó una ceja.
—Lo pondré en el apartado de “experiencias memorables” —respondí.
Se rió bajito. Luego se quedó mirándome, serio, como si estuviera haciendo una foto mental.
—¿Sabes qué es lo más raro de toda? —dijo—. Creo sinceramente que deberíamos darle los gracias a mis mocasinos.
Parpadeé.
—¿Perdón?
—Si no hubiera sido por ellas —se encogió de hombros—, tú no habrías puesto esa cara. Yo no habría tenido tanta curiosidad. Y quizá nunca habríamos acabado cenando juntos aquel noche.
Pensé en mi promesa absurda de no volver a liarme con nadie que llevara mocasines. En el gesto que se me escapó al verlo en el lobby. En todo lo que vino después.
—O sea —resumí—, que mi prejuicio idiota con tu calzado es el origen de todo esto.
—Básicamente —sonrió.
—Qué fuerte.
—Qué… Navidad —matizó.
Nos reímos los dos. Luego el silencio cambió de temperatura.
—No voy a preguntarte “¿y ahora qué?” —dije, sin mirarlo—. Odio esa pregunta.
—Yo también —admitió—. Pero sí quiero decirte algo.
Esperé.
—Si alguna vez quieres volver —continuó—, como consultor, como huésped… como lo que sea… —se detuvo un segundo—, aquí estaré. Sin mocasinos. Lo prometo.
Me giré hacia él. Noté el nudo en la garganta, pero también algo muy parecido a la calma.
—Y si alguna vez te pierdes por España —respondí—, siempre puedo hacerte un hueco en Benasque. Pero tendrás que aprobar un test de equilibrio sobre hielo.
—Acepto los condiciones —dijo.
Nos besamos. No como el primer beso, lleno de fuegos artificiales internos, sino como quien se despide sabiendo que algo ha cambiado para siempre, aunque no sepa todavía cómo encajarlo en la vida real.
Esa noche dormimos juntos. No hubo grandes discursos, ni promesas imposibles. Solo piel, risas bajas, abrazos largos y un “no quiero que te vayas todavía” que ninguno se atrevió a decir en voz alta.