Diciembre 23, 2008. San Miguel de Allende, Gto., México.
Salvador Aguilera, el más joven jefe de piso contratado por la Compañía de Danza, dio un ávido mordisco a su sándwich mientras se desplazaba con su tabla de verificación en mano, por la estrecha plataforma suspendida por cables sobre lo alto del escenario. La altura llegaba a los cuarenta metros, pero él se movía seguro como si fuera suelo firme. Ese era uno de los motivos por el que sus compañeros solían decirle que tenía la agilidad de un gato. El ensayo general había concluido, y ella había estado magnífica. El espigado jovencito rubio deseaba ilusionado que esa noche los asistentes disfrutarán de una excelente velada. Suspiró deleitándose en el silencio y la magnificencia del lugar. Sus bolsillos estaban vacíos pero en ese sitio el se sentía dueño del mundo, al menos de su pequeño mundo.
No tenía un duro para pagar su entrada al espectáculo, por eso había buscado trabajo como tramoyista. A las pocas semanas de comenzar a laborar, el gerente técnico vio en él cualidades de liderazgo y organización, por lo que le puso a cargo del resto del personal. Salva disfrutaba de esa tarea, se movía a sus anchas de arriba abajo en el lugar, pendiente de que luces, telón y escenografía funcionarán de manera correcta como los engranajes de un reloj. Le ilusionaba sobre manera estar a cargo de algo que para ella era importante.
Esa noche debía ser grandiosa.
—Este será mi obsequio, Dulce…—murmuró en medio de una limpia y soñadora sonrisa.
Estaba de espaldas al fondo del escenario revisando que los decorados estuvieran bien colocados sobre las grúas que los desplazarían a su posición en el momento indicado, cuando en su piel percibió que ella se acercaba y se volvió un poco sobre su hombro. Su corazón se saltó un latido cuando la observó.
Emilia Cobo, la chica que llenaba todos sus sueños, y la primera bailarina de la Compañía hacia su entrada. Ella era una criatura etérea, delicada y hermosa. Su semblante exhibía una radiante sonrisa y su aterciopelada mirada de chocolate brillaba de felicidad. Saludó a sus compañeras que compartían con ella la excitación por el espectáculo del cual todas harían parte. El Director giró algunas recomendaciones finales, para enseguida enviarles a camerinos y que terminaran de prepararse.
Emilia lanzó una significativa mirada a Salvador, él asintió y entonces ella giró en sus talones para desaparecer por un lateral de la caja escénica rumbo a los vestidores del teatro.
Salva se colocó el radio de diadema y comenzó a coordinar a su equipo de tramoyistas.
Una indescriptible fuerza de atracción lo llevó un pie tras otro hacia los vestuarios. Un alegre grupo de chicas atravesaron corriendo como tropel, y el muchacho tuvo que pegarse lo más posible al muro para evitar ser atropellado por ellas.
—Ahí estás —saludó ella, él sonrió y se acercó hasta la puerta del vestidor—, menos mal te apareces, he creído que tendría que salir a bailar llevando esto conmigo —dijo mostrando al chico un frasquito que había mantenido escondido detrás de sí.
—No debiste —murmuró avergonzado al recibir las cerezas en almíbar que ella depositó dulcemente en su mano—. Yo no tengo nada para ti…
—Por supuesto que sí —replicó la chica—. ¡Estás aquí! Y te asegurarás de que todo salga bien.
—Lo haré —prometió—. ¿Estas lista? Sales en diez —preguntó emocionado de verla tan feliz.
—¡Estoy impaciente! —replicó con una ancha sonrisa, y afianzándose en sus hombros, se paró de puntitas para dejarle un beso en la mejilla; él dejó caer los párpados y disfrutó de la suave textura de sus labios en su piel, la calidez de su rostro tan cerca del suyo, y su aroma a cerezas que siempre lo transportaba a ese lugar en que solo existían ellos dos.
Salvador regresó sobre sus pasos admirando con mayor detenimiento las alegres macetas de nochebuenas y guirnaldas de pino, que decoradas con luces adornaban los interiores el Teatro Angela Peralta. El maestro de ceremonias dio la tercer llamada y el espectáculo comenzó.
El telón se abrió y los decorados del primer acto recibieron al cuerpo de baile que ejecutaba con gallarda precisión su coreografía, entreteniendo al público con su función navideña.
Cerca del momento en que ella saldría se colocó en un lugar entre el telón desde donde tendría la mejor perspectiva.
Los acordes de la celeste dieron comienzo a la Danza del Hada de Azúcar y Emilia apareció en medio del escenario como la estrella más brillante del firmamento.
Ella sabía que él la observaba.
En un cambio de manecillas de reloj todo pareció detenerse, sus miradas se encontraron y él se sintió por completo abducido.
Ella entornó sus aterciopelados ojos hacia él, Salvador supo que los delicados y elegantes movimientos de Emilia eran para él. «¡Dios bendito!» gimió para sí cautivado en todos sus sentidos por ella y boquiabierto observó paralizado la sensual ejecución de su danza.
Sus azules ojos se volvieron vidriosos y recorrió la esculpida silueta de aquella belleza morena, que se entregaba con pasión al servicio de aquella magistral pieza de ballet.
Aquella hermosa criatura desapareció entonces tras bambalinas al terminar su interpretación, causando un poco de decepción en él por su ausencia. Su joven corazón saltó entusiasmado cuando la vio reaparecer entre otra docena de bailarinas, pero él no podía apartar sus ojos de aquella bella muchacha. Se mantuvo quieto, cautivo de un anhelo e ilusiones que solo ella le provocaban. Un llamado a su radio lo hizo moverse de aquel sitio y bajar hasta el foso para ayudar con un mecanismo que se había atascado y les impedía enviar al escenario el decorado del gran final.
Por encima de las tablas la función continuó su ejecución y él se afanó en que no hubiera retrasos, ni equívocos con la escenografía y las luces.