Tengo 30 años. Y si estás leyendo esto, quiero que sepas algo desde ya: me equivoqué muchas veces, sufrí, me cansé, hice cosas mal… pero nunca dejé de intentar cambiar.
Soy el hijo del medio. Mi hermano mayor, siempre más serio. Mi hermana menor, la aplicada. Yo… yo era el inquieto. El que hablaba, el que se reía, el que parecía tener todo bajo control, pero por dentro era un lío.
Nací en 1994, en Paraguay. Crecí en la casa de mi abuelo paterno. No era grande ni moderna, pero ahí empezó todo. Mi hermano y yo nos la pasábamos corriendo por el patio, ensuciándonos con tierra, armando pistas con camioncitos, peleando como niños y volviendo a ser amigos a los diez minutos. Teníamos un loro que insultaba, un perro que ladraba más de lo que cuidaba, un ganso insoportable... y los ratones que venían de yapa. No era una casa perfecta, pero era nuestro mundo.
De chico, siempre me gustó estar afuera. Hablar con los vecinos, inventar historias, ayudar. Nunca fui tímido. Tenía esa chispa que no sabía cómo explicar, pero que me empujaba a ir más allá. No sabía a dónde, pero quería otra vida. Una distinta.
Mi mamá era trabajadora, de esas mujeres que no paran. Mi papá… un hombre de costumbres, sencillo, algo terco, bastante tacaño, pero presente. A su modo. Demostraba afecto con acciones, no con palabras. Para él, mostrar cariño era casi una señal de debilidad. Con el tiempo entendí que no era que no amaba… era que no sabía cómo demostrarlo.
Nunca sentí que era el favorito de nadie. Tampoco el rebelde. Me sentía en el medio: ni muy visible, ni tan invisible. Siempre buscando entender qué lugar me tocaba ocupar.
Desde chico tuve una costumbre que me acompaña hasta hoy: observar. No hablaba mucho, pero leía los gestos, los silencios, los movimientos. Tenía algo en mí que me hacía sentir cosas que otros no decían. Era una especie de intuición que con los años se volvió mi refugio, mi brújula.
No crecimos con lujos. No pasábamos hambre, pero tampoco sobraba. La ropa muchas veces era prestada o heredada. Los zapatos, usados. Los juguetes, inventados. A veces pienso que esa escasez nos enseñó a ser creativos, a buscarle la vuelta a todo. Otras veces siento que solo nos enseñó a conformarnos. Depende del día.
Los “te quiero” en casa no eran frecuentes. El cariño se mostraba con un plato de comida caliente, con una cama hecha, con un "avisame cuando llegues". Y cuando crecés así, después se te complica expresar lo que sentís. No sabés cómo se hace. No sabés cuándo. Y eso pesa.
Cuando tenía 7 años, falleció mi abuela paterna. Todos la recordaban con ternura. Yo no tanto. Apenas si la recordaba. Me sentía raro, desconectado. Como si me faltara algo que los demás sí habían tenido. Pero entendí que no todos sentimos igual, y que no todas las pérdidas duelen igual. Y eso también está bien.
Mis padres hicieron lo que pudieron con lo que sabían. No fueron perfectos. A veces me costaba entender por qué no se hablaban ciertos temas, por qué se sufría en silencio, por qué llorar estaba mal. Pero después me di cuenta de que ellos tampoco habían aprendido otra cosa. Venían de una generación que se aguantaba. Que no hablaba. Y uno… uno repite.
En esa misma casa donde crecí, entre gritos de gansos, olores a tierra mojada, y juegos con mi hermano, yo soñaba. No con lujos. Soñaba con libertad. Con poder elegir qué hacer con mi tiempo, con mis ganas, con mi vida.
A los 10 años ya sabía que si quería otra vida, iba a tener que construirla yo. Nadie me iba a venir a rescatar. Nadie me iba a regalar nada.
Y eso, aunque suena fuerte, también fue una bendición.
#2198 en Otros
#348 en Novela histórica
#92 en No ficción
"una historia real de caídas, decisiones y renacimientos", cambio de pensar
Editado: 15.08.2025