Nadie te prepara para ser adolescente. Un día te levantás y ya no sos un niño. Te mirás al espejo y no sabés muy bien quién está ahí. Cambia tu voz, tu cuerpo, tu forma de sentir… y de repente, todos esperan que tengas respuestas. Que sepas quién sos, qué querés, cómo comportarte, a quién amar, qué camino elegir.
Yo no sabía nada de eso.
Solo sabía que algo no encajaba. No era el rebelde, pero tampoco el obediente. No era el popular, pero tampoco invisible. Era... el del medio. Literalmente. El hijo del medio. El que muchas veces queda en pausa entre el primero que rompe camino y el último que recibe atajos. Aprendí desde temprano que si quería ser escuchado, tenía que hablar más fuerte… o quedarme en silencio y esperar mi turno, como muchas veces hice.
Mi hermano mayor ya estaba en otra etapa. Siempre fue más reservado, más distante. Yo lo miraba como quien observa un faro: sin acercarse, pero esperando que guíe. No hablábamos mucho, pero igual lo admiraba. Mi hermana menor era todo lo contrario: decidida, estructurada, de metas claras. Yo… era un torbellino. Sentía que vivía en medio de dos extremos, sin saber si debía parecerme a uno o al otro, o inventar mi propio camino.
Mis pensamientos iban siempre un paso adelante de mis palabras. A veces hablaba con el cuerpo, con las manos, con la cara… me movía como si tuviera algo adentro que quería salir. Y eso no siempre era bien recibido. Las bromas, los gestos, mi forma directa de decir lo que pensaba… hicieron que muchos empezaran a mirarme raro. A juzgarme. A etiquetarme.
“Ese es medio raro”, decían.
Y yo lo escuchaba.
Me empecé a preguntar cosas que no sabía ni cómo formular. ¿Está mal ser como soy? ¿Por qué siento tanto? ¿Por qué me cuesta tanto encajar en grupos donde todos parecen hablar el mismo idioma y yo no? Nunca dudé de quién era, pero sí me pregunté si eso que era estaba bien.
Ser adolescente es eso: vivir entre preguntas que nadie te contesta. Y si además venís de una familia humilde, trabajadora, donde lo emocional se esconde y lo importante es "salir adelante", tus dudas quedan abajo de la alfombra. Porque no hay tiempo para hablar de sentimientos cuando hay que pagar cuentas.
Ahí empezó mi primer gran tropiezo. Tendría unos doce años. Mi carácter ya era fuerte, demasiado para algunos. Respondía sin filtros, usaba palabras que incomodaban. No porque fuera malo, sino porque no sabía suavizar lo que sentía. Me defendía antes de que me ataquen. Era como un escudo con piernas. Y debajo, un chico con miedo.
Mucha gente confundía mi sensibilidad con algo que no era. Me señalaban. Me hacían chistes. Me dolía, claro, pero aprendí a hacer como que no. A reírme también. A jugar el juego.
Y en medio de todo eso, apareció una idea constante: yo no vine a este mundo para ser como todos. Lo sentía. Sentía que mi vida tenía que servir para algo más. Que mis errores, mis emociones, mis tropiezos, algún día podrían ayudar a otros. No sabía cómo, ni cuándo. Pero lo intuía.
No todo fue culpa de los demás. No soy solo una víctima más del sistema, de la familia, de la sociedad. No. También fui parte del error. Y hoy, a los 30, intento entender dónde estuvo ese punto exacto donde todo empezó a torcerse.
Mi infancia —aunque humilde— fue digna. De lo que recuerdo, nunca nos faltó lo esencial. Ropa limpia, comida, un techo, la risa de mis hermanos. A mi manera, fui feliz. No puedo mentirme: tuve una niñez bastante buena, incluso si ahora la miro con lupa.
Pero llegó la adolescencia… y con ella, el juicio de todos. Las etiquetas. La necesidad de encajar. Los silencios que se volvían más pesados. Pasé de ser un niño libre a ser un joven que debía responder a preguntas que no entendía: “¿Qué vas a ser?”, “¿Ya tenés novia?”, “¿Por qué hablás así?”, “¿Por qué te vestís así?”, “¿No serás… raro?”
Y yo… yo solo intentaba ser.
Mi pubertad fue un laberinto sin mapa. No sabía si caminaba hacia adelante o solo giraba en círculos. Lo que sí sabía es que quería más. No por avaricia, sino por falta. ¿Por qué nunca teníamos de más? ¿Por qué no podía tener lo que otros sí? Esas preguntas se me metieron en la cabeza, y de alguna manera, comenzaron a dirigir mis decisiones.
Ahí empezó la trampa. Empecé a buscar formas de conseguir lo que no me daban. Lo que no podía tener. Me puse máscaras, me metí en líos, hice cosas por necesidad… o por puro deseo de sentirme alguien.
Pero el peso más grande que cargué fue el de mi sexualidad. No por lo que sentía, sino por cómo lo juzgaban.
Desde que tengo memoria, sentí deseo por las mujeres. Era algo natural en mí. Pero eso no impidió que me miraran raro. Que comentaran a mis espaldas. Que dudaran de lo que yo mismo sentía.
En casa también se hablaba poco. El afecto era escaso. Las preguntas incómodas se respondían con silencios o con frases que dolían más que aclaraban. No había espacio para abrir el corazón. Y entonces, crecí con todo eso acumulado.
A los 14 años tuve mi primera vez. Con una mujer de 36. No fue amor. No fue ternura. Fue una mezcla de curiosidad, deseo y una sensación falsa de madurez. Como si ese acto me convirtiera en “hombre” de golpe. Pero hoy lo veo distinto. Hoy sé que no era tiempo. Que ese salto me marcó más de lo que pensé.
Después de eso… vino el caos. Fui promiscuo, sí. Buscaba sentirme visto, valorado, necesitado. Confundía el placer con el cariño. Y en ese torbellino, perdí más de lo que gané.
A todo eso se le sumó la trampa de las apariencias. Querer mostrar que tenía, que podía, que era más de lo que en realidad era. Me endeudé por querer ser parte. Por querer pertenecer. Y terminé, literalmente, con más deudas que certezas.
La adolescencia no fue fácil. Fue confusa, ruidosa, dura. A veces me pregunto qué hubiera pasado si alguien me hubiera escuchado de verdad. Si alguien me hubiera dicho que no hacía falta aparentar, que estaba bien sentirse perdido, que no tenía que demostrarle nada a nadie.
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"una historia real de caídas, decisiones y renacimientos", cambio de pensar
Editado: 15.08.2025