Vengo de una familia humilde, y no lo digo con vergüenza. Lo digo con orgullo. Porque cuando no te sobra nada, aprendés a valorar cada cosa: un plato caliente, una zapatilla sin agujeros, un consejo sincero. Aprendés que la vida no se trata de tener, sino de aguantar… y seguir.
Durante mi adolescencia fui juzgado muchas veces. En el colegio, en casa, en las miradas. Mi forma de hablar, mis gestos, mis actitudes… todo parecía estar bajo lupa. Pero yo me refugiaba en algo que nunca perdí: mi capacidad de reírme, de estar en mi mundo, de seguir adelante sin dar demasiadas explicaciones.
Con el tiempo, entendí algo que al principio me costaba aceptar lo viví en silencio durante mucho tiempo. Tuve muchas experiencias con mujeres. No fue fácil entenderlo en un entorno donde cualquier diferencia se convierte en burla. Pero hoy puedo decirlo sin culpa. Porque esto también soy yo.
Mi primera “novia” fue en octavo grado. Algo fugaz, inocente. Lo serio llegó después, en el bachillerato. Ella fue mi primera relación importante. Compartimos tardes de lasaña casera… y noches que todavía recuerdo con una sonrisa. Fue una época hermosa, sin tantas cargas. Éramos jóvenes, nos gustábamos, y no necesitábamos más que eso.
Después llegó otro tipo de iniciación: el mundo laboral.
Mi primer trabajo fue en ventas de créditos. Tenía entre 19 y 20 años. Ofrecía dinero a personas que, como yo, necesitaban un empujón para salir adelante. Fue breve, pero me enseñó a tratar con la gente, a leer sus necesidades, a escuchar más allá de lo que pedían.
Y como siempre, ahí estaba mi familia. Mi sostén. Nunca dejaron de acompañarme, incluso cuando las cosas no salían bien. En esa etapa aún conservaba mis valores, mis principios, y esa sensación de que la vida recién empezaba.
Mi primo… bueno, él iba por otro camino. Dejó el colegio, eligió lo fácil. Su papá tenía recursos. Él no conocía la urgencia de abrir la heladera y encontrarla vacía. No era una mala persona, pero tampoco podía entender lo que para mí era cotidiano: luchar el día a día, agradecer lo mínimo.
Fue entonces cuando conocí a una mujer que me vio, me escuchó, y me tendió una mano. Gracias a ella cambié de trabajo. Y gracias a ese nuevo empleo, conocí a su secretaria… que más tarde se convirtió en mi novia.
Ahí empezó una nueva etapa: trabajo, facultad, relaciones nuevas. Gente que me enseñó más de lo que imaginaba. Experiencias que hoy, al recordarlas, me hacen entender cuánto crecí sin darme cuenta.
Trabajar, estudiar, tener pareja... para muchos puede ser algo normal. Pero para mí, en ese momento de mi vida, era un logro enorme. Después de venir de donde vengo, de haber sido juzgado, señalado y malinterpretado tantas veces… llegar a esa etapa era como tocar la punta de algo que siempre quise: estabilidad.
Pero como suele pasar, no todo es color de rosa.
Las amistades que uno tiene en esa etapa marcan mucho el rumbo. Algunos te empujan, otros te arrastran. Y algunos… simplemente te sueltan en el peor momento. Yo nunca fui el más guapo, ni el más correcto. Era el gracioso, el simpático, el que hacía reír. Pero detrás de cada chiste, había una verdad: me sentía solo.
No eran épocas fáciles. Vivíamos en un tiempo donde las miradas lastimaban más que las palabras. Donde te juzgaban antes de preguntarte cómo estabas. Yo entraba a un lugar y ya sentía el juicio en los ojos de los demás. Como si el veredicto estuviera dictado antes de conocerme.
Y aun así, seguía. Porque ya había aprendido a caminar con peso encima. Con la duda, con la bronca, con la necesidad de demostrar que sí podía.
Mi novia en ese entonces era una chica distinta. Teníamos química, ganas, proyectos. Compartíamos tardes enteras, charlas profundas, planes futuros. Yo sentía que estaba empezando a construir algo. La facultad también me motivaba. Soñaba con avanzar, con crecer, con tener un título y una vida distinta a la de mis padres.
Pero no me voy a mentir: me faltaba experiencia emocional. Me faltaba entender que no todo lo que brilla es amor, que no todo lo que parece amistad te va a cuidar. Las malas juntas, la presión social, el querer aparentar, el gastar más de lo que ganaba… todo eso se fue juntando como una nube pesada encima de mí.
Hoy me doy cuenta de que las decisiones que uno toma a los 20, se pagan a los 30. En cuotas, en culpas, en silencios. Pero también me doy cuenta de algo más importante: nunca es tarde para cambiar el rumbo.
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"una historia real de caídas, decisiones y renacimientos", cambio de pensar
Editado: 15.08.2025