—¡Llegué, mamá! —exclamé con entusiasmo al llegar a casa.
Pasar aunque fuese un momento con Max cambiaba mis días por completo y eso comenzaba a gustarme.
—¿Mamá? —corrí hasta su habitación, mi corazón dejó de latir al mirarla en el suelo con un ligero charco de sangre esparciéndose debajo de su cabeza —¡mamá! —toqué su pulso y volví a la vida al sentir sus palpitaciones, ¿qué demonios había sucedido?
—Teso-soro —musitó con debilidad y recuperé un poco la calma al saber que dentro de todo estaba bien.
—¿Qué te pasó, mami? —fui rápidamente al baño por el botiquín de emergencias.
—Pasa que mis pies no reaccionan cuando les ordeno —escucharla decir algo tan deprimente sin tartamudear, me llenó de sentimiento, pero no podía llorar, no frente a ella, porque eso sólo significaba empeorar las cosas.
—Lamento no haber estado aquí —la ligereza de su cuerpo me ayudó a poder levantarla y acomodarla en su cama.
De soslayo observé que su golpe no se debía a la caída, sino al impacto sobre uno de los burós cercanos a su cama.
—Necesitamos ir al doctor, mami, la sangre no deja de salir —me aterroricé al ver la cama salpicándose de gotas de sangre que eran pequeñas, pero que se expandían con el roce en el algodón de las sábanas.
—E-estoy bien, además, confío en que tú puedes curarme —me abrazó con el cuerpo tembloroso, estaba haciendo lo que podía, pero no era enfermera ni nada por el estilo, sabía los cuidados básicos y esto no era algo básico, era algo que un profesional debía atender.
Comprendía su miedo al hospital, a todos nos aterraba la idea de morir en un lugar donde las muertes y tragedias estaban a la orden del día, más aún cuando en ese lugar fue donde la diagnosticaron.
Siempre he creído que los hospitales son un arma de doble filo; así como surgen milagros, curaciones y esperanzas de vida, se acaban, los detestaba con locura.
—Debemos ir, todo estará bien, lo prometo —besé su frente.
Saqué mi móvil de la bolsa y sin pensarlo por mucho tiempo llamé a la persona indicada.
—¿Tan pronto me extrañas, cielo?
—Señor, necesito... —un sollozo salió de mis labios de manera instantánea.
—¿Qué pasa, Keleine? ¿Por qué lloras?
—Mi mamá... —me interrumpió velozmente.
—¿Estás en casa, mi cielo?
—Sí —dije con un hilo de voz.
—No te preocupes, voy para allá —el celular cayó de mis manos al caer en cuenta de lo que había hecho. Sin embargo, me sentía en un callejón sin salida.
Hannah estaba en la universidad, no podía ayudarme, las ambulancias de los hospitales públicos eran tan pocas y sucedían tantas tragedias que tardarían siglos en llegar, pedir un taxi o un Uber era conveniente, pero estaba tan desesperada que no lo pensé.
En otra ocasión le hubiese llamado a Saúl, aunque en este momento definitivamente no era una opción, Saúl ya no formaba parte de mi vida.
Me aseguré de apretar la gasa sobre su herida, pero no estaba haciendo efecto, rogué porque Max se apresurara y dio efecto, pues llegó de inmediato «las ventajas de tener autos deportivos».
—¿Quién vino, hija? No quiero ir al doctor —me abrazó con terror alojándose en su interior.
—Es Max —expliqué —debemos ir al hospital para que dejes de sangrar, mami, nada malo sucederá, te lo aseguro —besé su cabeza con amor.
—Ok, tesoro —curvó sus labios como niña regañada y me sentí la peor hija del mundo, básicamente la obligué a hacer algo que no quería.
Pasé uno de sus brazos por mi espalda, tomé impulso y todo su peso cayó sobre mi cuerpo, nada me importó y caminé hasta la salida de mi hogar en donde Max estaba esperándonos.
Al vernos se apresuró a ayudarme, cargó a mamá con respeto y con mucho cuidado, la subió a la parte trasera del auto e hice lo mismo, le dio vida al motor y nos dirigimos al hospital a toda velocidad.
Me estremecí a mitad de camino al no reconocer las calles que estábamos atravesando y me estresé aún más cuando ingresamos a un hospital privado, uno que no podía costear ni siquiera volviendo a nacer.
—Señor... —siseó.
—No te preocupes por nada, tú y tu mamá lo valen, cielo —entre tanto dolor, mi hermosa progenitora logró sonreír ante el apodo que Max mencionó.
Por primera vez hice mi temor a las deudas a un lado, era una emergencia y la vida de mamá era lo que más me importaba.
Los camilleros llegaron de inmediato, en el camino mamá se quejó y sintió que la vista se le nubló, lo que aumentó mi preocupación.
Avancé con ella de la mano y los camilleros transportándola hasta una de las habitaciones de emergencia y quise llorar cuando me prohibieron ingresar con ella.
—Es mi mamá, ¡debo entrar! —exigí.
—No puede, señorita.
—Te amo, mamá, estaré esperándote aquí mismo, ¿de acuerdo?
—S-sí, mi amor.