Nereida

CAPÍTULO 20

Un día le había seguido al otro.

Los segundos avanzaban cada vez con mayor insistencia, con tanta rapidez...

Fueron horas y horas las que pasaron y allí estaba Poseidón... Sentando en aquel escritorio contemplando todo y a la vez nada.

Había un gran desastre a su alrededor. El diván estaba destrozado, muchos de los libros habían volado por los aires, pero lo más palpable era su desesperanza.

Tantos años había luchado por ser fuerte, por construir un muro lo suficientemente sólido para jamás ser atravesado.

No nuevamente.

No como aquella vez...

Sin embargo sentía que le habían abierto un hueco en el pecho. Y allí, inerte, no pensaba en nada y pensaba en todo, en su debilidad.

Los primeros días incluso haber invocado a los titanes hubiese dolido menos que lo que le atravesaba el pecho.

Era como si un lazo invisible tiraba de él con fuerzas y lo quisiera volver loco. Sentía un dolor inaguantable, y muy en el fondo no entendía qué estaba pasando con él.

Muy en el fondo añoraba a Nerea. Pero no entendía cómo su cuerpo se sentía tan... Incompleto.

Añoraba su mirada curiosa, esa pequeña cabeza llena de inseguridades que la hacían dudar, pero que la hacían única para él...

Tan única al actuar.

La espalda le ardió por semanas.

Pero como todo dios impenetrable, con el paso del tiempo se cerró rápidamente. Muro tras muro. No podía permitir que lo que por siglos había construido se desmoronara en su primer intento.

Pero ahora yacía en su piel una marca imborrable tintada en un azul metálico y con la forma del rayo que aquel día lo atravesó.

Incluso sus hermanos llegaron a sentir tanta pena por él que los envió lejos.

No los soportaba ahora mismo.

No soportaba a nadie.

Ni siquiera a él mismo.

Pero el verano se había acabado. Los días ahora eran más grises sobre la costa... Y Poseidón parecía actuar de manera automática.

No hablaba con nadie. No recibía a nadie. Trabajaba y daba órdenes de manera automática.

Despiadado insensible. Ése era él.

O al menos pensaba en eso para engañarse lentamente.

No salía de sus mares, tan solo hacía su deber y volvía a encerrarse.

No dejaba de pensar en ella...

En su suave piel entre sus manos. En su sabor al néctar más dulce y apetecible. Su mirada entrelazada hasta lo más profundo de su ser. El sonido de su voz diciendo su nombre. Su sonrisa.

Todo en ella era perfecto para él, y no había mentido en ninguna de sus palabras. Siempre expresó lo que sentía a su lado, y eso era lo que más dolía. Saber que nada de eso le hubiese importado para irse y no volver...

Fue entonces cuando una especie de máscara volvió a su alma, sabiendo lo que su padre a duras penas le había tatuado en ella.

Así que había reorganizado su alcoba privada, había reconstruido el diván. Al salir ese día de su muro de privacidad todo el castillo sintió paz.

Pero al instante que volvió a entrar a su alcoba lo inundó el aroma de su piel.

Seguía allí, en cada partícula.

Tomó la pequeña tiara en sus manos y una opresión volvió a su pecho.

Ella estaba sufriendo.

Y él no entendía por qué lo sentía así.

Solo hizo entonces lo que mejor sabía hacer.

Apagar sus sentimientos.

Y por semanas vivió bajo la sombra de un impostor enamorado, estando cada vez más seguro que ella jamás volvería.

Fue entonces cuando cada noche al cerrar sus ojos la veía.

Podía sentirla allí... Débil y sola. Lejos de él...

Y una mañana de noviembre escuchó un estruendo en los pasillos.

— ¡Me escuchará!

— No puede pasar mi señora, no está...

— ¡Te dije que me dejes en paz!

— ¡Pero señora es que...!

— No te atrevas a mirar a mi esposa de esa manera.

Los gritos resonaban por todas partes y un gruñido brotó de sus labios. Una de sus nuevas órdenes era silencio absoluto.

Poseidón cerró los ojos con amargura preparado para la que se iba a liar sino salía en los próximos segundos.

Así que con amargura apartó las sábanas y se puso de pie luego de calzarse la primera prenda que encontró para cubrir sus partes...

— ¡Que me dejes pasar o ya verás que...!

En el instante en el que abrió la puerta, observó a Hera con cara de pocos amigos y su hermano impaciente tratando de detenerla, mientras intentaba alcanzar a su servidor.

— ¿Ahora qué está ocurriendo?

Hera dejó de gritar de manera inmediata al observarlo y Zeus la dejó caminar entonces.

Observó como Hera se tiraba a sus brazos sollozando sin poder evitarlo.

Una angustia se esparció en su sangre al verla así, y estuvo tan rígido que ella se separó al instante con los ojos brillantes.

— ¡MÁS DE DOS MESES SIN SABER NADA!

Un golpe fue de lleno a su pecho, seguido de unos cuantos más acompañados de la furia que su querida cuñada parecía haber guardado durante mucho tiempo.

— ¡NADA!

Observó sin decir absolutamente nada a la mujer gritar y pelear ante él y a su hermano cerrando los ojos con resignación a centímetros de ellos.

— ¡NI UNA CARTA POSEIDÓN!

Cuando notó que se comenzaba a lastimar las manos la trató de detener pero ella continuaba.

— ¡NO SABÍAMOS NADA DE TÍ!

Fue entonces cuando logró agarrar sus manos y observó al instante como su hermano mayor tiraba de su esposa con ambos brazos.

Cuando se hubo calmado ella soltó un gemido de exasperación.

— ¡¿No dirás nada?!

Poseidón resopló pasándose las manos por la cara perdiendo la poca paciencia que tenía.

— ¿Qué quieres que te diga Hera, que me disculpes por no querer hacer algo?

Zeus observaba todo en sumo silencio, aún sosteniendo a su esposa, quien podría llegar a ser indomable si se lo proponía.

— No me voy a disculpar, no quería ver a nadie, ni a tí, ni a nadie. Además que ausentarme del Olimpo no es un delito, no veo que se esté desmoronando sin mi presencia.




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