Emma maldijo por enésima vez el tráfico de la ciudad, mientras sus dedos tamborileaban contra el volante. El atasco era tan denso como sus pensamientos esa mañana. Una mirada rápida al reloj del salpicadero le confirmó lo que ya sabía: llegaba tarde. El ascenso que llevaba semanas esperando dependía de esa reunión, y con cada segundo que pasaba, sentía que se le escapaba entre los dedos como arena. “¿Por qué hoy, de todos los días?”, pensó, ajustando el retrovisor con frustración. El calor del verano comenzaba a sentirse con fuerza, y la presión del día parecía aplastarla. Estaba al borde de perder los nervios.
Dio otra vuelta a la avenida en busca de una plaza de aparcamiento, pero el tráfico seguía sin ceder. Ya llevaba diez minutos dando vueltas sin éxito, y cada minuto perdido era como una eternidad. Se pasó las manos por el cabello, desordenado de tanto nerviosismo. El moño que se había hecho esa mañana ya no era más que un recuerdo lejano.
La ansiedad se acumulaba en su pecho, y el reloj parecía burlarse de ella mientras las agujas avanzaban implacables. Sabía que su jefa no soportaba la impuntualidad, y allí estaba, tarde una vez más. Mentalmente repasó los puntos clave de la reunión, buscando un resquicio de esperanza. A pesar del retraso, estaría lista.
Hoy era un gran día. Tenían que presentar la campaña de publicidad para Luxor, una marca de perfumes de lujo que había conquistado el mercado europeo. Si todo salía bien, sería su primer cliente como gestora de cuentas.
Pero, justo cuando doblaba una esquina, un coche frenó de golpe frente a ella. Instintivamente, Emma pisó el freno con fuerza, pero el sonido de los neumáticos chirriando era inconfundible. El tiempo pareció detenerse mientras su mente gritaba: “No, no puede ser ahora”.
El golpe resonó con fuerza.
"Mierda", pensó. "Lo que me faltaba".
Salió del coche y el calor la envolvió de inmediato. Se apartó de la cara los mechones de pelo que se habían soltado de su ya desaparecido moño y observó la situación.
—¡Eres una tonta! —gritó el chico, saliendo del otro coche y poniéndose a su lado. Una chispa fugaz recorrió su mente, pero la ignoró. Sacudió la cabeza y se acercó a él, furiosa.
—¿Tonta yo? —preguntó con sarcasmo—. Has sido tú el que frenó de golpe, no pude hacer nada.
Él se acercó aún más, mirándola desde su altura con una superioridad evidente. A su lado, parecía imponente, pero Emma no se dejó amedrentar. Se mantuvo erguida, con la cabeza alta, y lo miró fijamente, desafiándolo.
— Seguro que ibas distraída con el móvil. O peor, retocándote el maquillaje —contestó él, levantando una ceja. Emma empezó a ponerse colorada de rabia. Algo en su expresión hizo que a él se le hiciera vagamente conocida, pero deshizo la idea rápidamente y continuó—. Aunque te vendría mejor que te peinaras.
—¿Quién te crees para hablarme así? —gritó enfurecida—. Eres un arrogante, y yo no tengo tiempo para esto.
Se dio media vuelta, dispuesta a ir a buscar los papeles del seguro y llegar, de una vez por todas, al trabajo.
—¿A dónde crees que vas? —preguntó interponiéndose en su camino y la sujetó del brazo.
Emma sacudió el brazo y se soltó de su agarre.
—¡No me toques, imbécil! —gritó asqueada. Las manos sudadas del chico le dejaron una sensación desagradable en la piel—. Iba a buscar los papeles para arreglar esto pacíficamente, pero ahora... —lo señaló con el dedo y dijo, con ironía—, como has sido tan amable, no me apetece y me voy.
Sin darle tiempo para replicar, se subió al coche rápidamente y volvió a la carretera. Al pasar por su lado, le hizo la peineta al chico y se alejó.
Miró por el espejo retrovisor y vio cómo él se quedaba con la boca abierta, observándola irse. Respiró aliviada por la sensación de frescor que le proporcionaba el aire acondicionado. Sin embargo, poco le duró. Observó con alarma cómo el reloj marcaba más de media hora de retraso. Estaba perdida.
A pesar de todo, la suerte le sonrió y encontró un sitio para aparcar. Dejó el coche y salió corriendo hacia el gran edificio acristalado que albergaba las oficinas de la empresa en la que trabajaba.
Tan pronto como cruzó el umbral, apresurada y respirando con dificultad, su jefa la fulminó con la mirada.
—¡Emma! —vociferó Verónica—. En un día tan importante y llegas a estas horas.
Todo el mundo en la oficina se giró hacia ella, y sus mejillas comenzaron a arder.
—Perdona, Verónica, he tenido un pequeño accidente de coche —intentó explicarse, pero Verónica no le prestó atención. Continuaba regañándola mientras ambas se dirigían rápidamente hacia la sala de reuniones, donde el cliente ya estaba esperando.
Sin embargo, no fue la última en llegar. El fotógrafo encargado de la sesión de fotos tampoco había llegado aún. Aunque él era la estrella de la campaña, por lo que le perdonarían esta falta.
Al entrar en la sala, saludó a los clientes y se disculpó por el retraso. Preparó la presentación con rapidez, se ató el pelo en un moño improvisado y comenzó a pasar las diapositivas mientras explicaba en qué consistiría la campaña.
Emma tenía la sensación de que todo estaba saliendo según sus planes, como si ya estuviera tocando el ascenso con las puntas de los dedos. A pesar del comienzo accidentado del día, creía que finalmente todo iba a cumplirse.