Emma se encontraba sentada en su coche, agarrando el volante con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Estaba en su barrio, estacionada enfrente de la gran casa de los Ruiz, aunque su hogar no estaba muy lejos, solo dos casas más allá.
Golpeó su frente contra el volante dos veces, sintiendo el impacto como una descarga de frustración. ¿Por qué estaba tan nerviosa? Llevaba viniendo a esa casa desde antes de que pudiera recordar. Y hacía apenas unos días había estado comiendo con la familia Ruiz y su padre.
A pesar de todo lo que había sucedido, ellos no le habían dicho nada sobre Lucas. Entendía que él era un tema tabú en su presencia, pero, aun así, podrían haberle advertido.
Suspiró con fuerza.
Tenía que entrar y enfrentarse de una vez por todas a Lucas. Pero, más que la discusión en sí, lo que realmente le preocupaba era Elena. La madre de los Ruiz había sido como una madre para ella desde que la suya murió hacía ya casi veinte años.
Recordó las veces que Elena la abrazó cuando era niña y lloraba por su madre. El olor a lavanda de su ropa, la calidez de sus manos en su espalda, su voz suave asegurándole que todo estaría bien... ¿Qué pensaría ahora si la veía enfrentarse a su hijo de esa manera?
Era tan frustrante. Todo por culpa de ese maldito mocoso… aunque ahora el mocoso se había convertido en un hombre. Y uno que, para su desgracia, llamaba demasiado su atención. Se había convertido en todo un hombre. Más alto, más seguro de sí mismo, con una presencia que imponía. Ella se había fijado en ello, aunque jamás lo admitiría.
Levantó la cabeza del volante, apretando los dientes, como si al hacerlo pudiera dejar atrás toda la ansiedad que la consumía. Estar ahí sentada no le servía de nada.
Miró el asiento trasero, donde aún estaba la caja que traía del trabajo, y la sangre le hirvió al verla, recordándole todo lo que había pasado apenas unas horas antes.
Salió dando un portazo y se dirigió hacia la puerta de la impresionante casa. Mientras caminaba, se secó el sudor de las manos en su pantalón, sintiendo la tensión acumulada en su cuerpo, y luego se pasó las manos por el cabello despeinado, como si eso pudiera calmarla.
Tocó el timbre y rezó para que no fuera Lucas quien le abriera la puerta. No quería gritarle allí, en plena calle.
Escuchó pasos acercándose, seguidos de una voz familiar:
—¡Yo abro! —Era Sergio.
La puerta se abrió, revelando su sonrisa de siempre. Como era costumbre, él se inclinó para abrazarla, pero Emma pasó de largo como un huracán, dejándolo con los brazos abiertos y una expresión de desconcierto.
—¿Dónde está? —preguntó sin rodeos. No hacía falta decir a quién se refería; Sergio ya sabía de qué iba todo desde su conversación telefónica.
Lucas había vuelto. No solo de visita, sino para quedarse definitivamente. Abriría un estudio de fotografía en la ciudad.
Emma había pasado las últimas dos horas dando vueltas sin rumbo, tratando de calmarse, hasta que el mensaje de Sergio la empujó a actuar: Lucas acaba de entrar por la puerta de casa.
No dudó más. Cogió el coche, condujo hasta allí y se quedó estacionada frente a la casa durante media hora, debatiéndose entre entrar o no.
—Está en el jardín — respondió finalmente Sergio, bajando los brazos.
Sin esperar ni un segundo más, Emma avanzó con paso firme. Conocía aquella casa tanto como la suya propia. Atravesó las estancias hasta salir al jardín, donde sus ojos escanearon el lugar en busca de su objetivo.
Allí estaba, de espaldas a ella, agachado, observando los rosales.
—¡Luke! — gritó Emma, usando el apodo que nadie se atrevía a decir en voz alta.
Lucas se enderezó de inmediato, aunque no se giró. Un escalofrío le recorrió la espalda. No necesitó verla para saber quién era. Bastó con la forma en que pronunció su nombre.
Cuando por fin se giró, la sonrisa que iluminaba su rostro se congeló. El aire pareció estancarse en sus pulmones.
"Es la chica de esta mañana…".
Se quedó inmóvil, procesando lo imposible: la misma mujer a la que había visto horas antes, la que le había hecho frenar en seco en la carretera, era Emma.
Pero ella no perdió el tiempo. Ya estaba a su lado, fulminándolo con la mirada.
—Em, yo… — empezó a decir.
—No malgastes palabras, idiota —Su voz estaba cargada de resentimiento—. Sólo quería confirmar que realmente eras tú.
Dio media vuelta como si fuera a marcharse. En su camino, vio a Sergio parado en la puerta del jardín, observando la escena en silencio. Nadie más estaba con él.
Entonces, se giró de nuevo y lo fulminó con la mirada.
—¿Has vuelto para seguir arruinándome la vida? —espetó—. ¿O lo de la infancia no te fue suficiente?
Lucas avanzó hacia ella y, sin pensarlo, le sujetó los hombros. Fue instintivo, un intento desesperado de frenarla, de hacerla escuchar. Pero Emma apenas tardó un segundo en apartarse de un tirón, como si su tacto la quemara.
—¡No me toques! —espetó.