Lucas observó a lo lejos cómo su familia y Emma se marchaban. Había decidido darle tiempo y espacio para que se calmara antes de intentar acercarse a ella.
También había tomado la decisión de encargarse de los arreglos del coche de Emma tras el accidente. Por eso, en ese momento, se encontraba a escasos metros de la casa de los Vega, dispuesto a hablar con el padre de ella.
Sabía que estaba en casa porque lo había visto despedirse de Emma unos minutos antes. Observó la casa de dos plantas frente a él. Hacía años que no estaba allí, pero sentía que el tiempo no había pasado para ella.
Se acercó al timbre y, tras un breve titubeo, se decidió a llamar.
Héctor le abrió la puerta con una gran sonrisa en el rostro. Se alegraba de ver al pequeño de los Ruiz.
—¡Lucas! —saludó con entusiasmo—. ¡Cómo has crecido!
—Buenas tardes, señor Vega —respondió Lucas con cortesía.
—¿Señor Vega? —repitió Héctor, extrañado—. ¿Qué formalidades son esas, Lucas? Si me conoces de toda la vida, llámame Héctor, por favor —dijo, apartándose para dejarlo pasar.
—Perdona, Héctor. Pensé que estarías enfadado conmigo por todo lo que ha pasado con Emma y no quería ser irrespetuoso —expresó Lucas mientras se adentraba en la casa.
Juntos caminaron hacia la cocina.
—Para nada —respondió Héctor con naturalidad—. Tú dirás, ¿qué te trae por aquí?
Lucas observó todo con interés; la casa seguía exactamente igual que la última vez que estuvo allí. Héctor se fijó en él y notó que no había dormido bien en los últimos días: sus marcadas ojeras lo delataban.
—Quería pedirte las llaves del coche de Emma. Me gustaría llevarlo al taller para que reparen el abollón del accidente.
Héctor lo miró por un instante y, de pronto, una gran sonrisa apareció en su rostro.
—Me parece una idea genial. Seguro que a Emma le parece un gran gesto.
Lucas se ruborizó al pensar en la reacción de Emma cuando se enterara. De verdad esperaba que se lo agradeciera, pero con Emma nunca se sabía.
Héctor se acercó a la pared y tomó las llaves del coche de Emma del colgador.
—Aquí tienes —dijo, entregándoselas.
Lucas se fijó en el llavero y una sonrisa se dibujó en su rostro. Era el mismo que él le había regalado hacía años: un pequeño conejo rosa, de cuando Emma tenía una obsesión con los conejos. Con el tiempo, el color se había desgastado.
Aún recordaba perfectamente el día en que se lo había dado. Era verano, durante las fiestas del pueblo. Él tenía doce años y ella once. Había ganado ese llavero en una de las casetas de la feria y no había dudado ni un segundo en regalárselo. Emma había saltado de alegría y, en ese instante, él había quedado aún más prendado de su sonrisa.
—No puedo creer que todavía conserve este llavero —murmuró Lucas sin darse cuenta.
Héctor no dijo nada, como si no lo hubiera escuchado.
Lucas volvió a la realidad y se despidió de Héctor.
Se fue a casa con una pequeña chispa de esperanza: quizá Emma no era tan indiferente a él como quería aparentar. Ese llavero lo dejaba claro.
Al día siguiente, tras hacer unos recados importantes para su nuevo estudio de fotografía, Lucas se dirigió al taller para llevar el coche de Emma.
—Estamos hasta arriba. Te lo puedo tener listo dentro de una semana —le informó el mecánico.
—¿Una semana? —exclamó sorprendido Lucas.
—Lo siento, en verano tengo menos personal y se nos acumula el trabajo.
Lucas suspiró y, tras un breve silencio, hizo un gesto con la mano para restarle importancia. No había más opción que esperar. Vendría a recoger el coche en una semana.
Sin embargo, aquel contratiempo truncaba sus planes. Esperaba tener el coche listo como muy tarde al día siguiente, llevárselo a Emma, que ella lo perdonara y arreglarlo todo con ella. Pero estaba claro que las cosas no iban a salir como él había pensado.
¿Qué iba a hacer ahora? Tenía ganas de verla.
Miró la hora. Pronto sería la hora de comer y la casa de verano estaba a una hora en coche. ¿Y si…?
Sin pensarlo demasiado, sacó su teléfono y canceló todos los compromisos que tenía esa tarde.
Si comía algo rápido y salía de inmediato, llegaría a primera hora de la tarde.
Y eso hizo. No perdió ni un segundo más.
El trayecto se le hizo eterno. No paraba de pensar en qué le diría al verla, en cómo reaccionaría ella… Estaba ansioso, y sus manos no dejaban de ir a su cabello, despeinándolo una y otra vez.
Cuando finalmente aparcó frente a la casa de verano, se miró en el espejo retrovisor y trató de arreglarse el cabello.
¿Por qué se sentía así?
Siempre le había gustado Emma, pero esta sensación era nueva. Algo en su interior había cambiado, y no sabía exactamente qué.
Al bajarse del coche, escuchó risas provenientes del jardín. Debían de estar disfrutando de la piscina, y los envidió al instante. El calor era insoportable y él también deseaba sumergirse en el agua.