La realidad los golpeó de repente: debían volver al trabajo. Se separaron a regañadientes y se dirigieron a la puerta, sin acabar de soltarse del todo. El roce de sus manos, el calor de sus dedos entrelazados… Era la única conexión física que podían permitirse en ese momento, y ambos se aferraron a ella hasta el último segundo.
Tras un rato compartiendo besos, sus labios estaban hinchados y una sonrisa tonta se negaba a desaparecer de sus rostros.
Al llegar al pasillo, justo frente a sus despachos, se detuvieron. Ninguno parecía dispuesto a dar el primer paso para alejarse. Sus miradas hablaban más que cualquier palabra, pero finalmente, sus dedos se deslizaron con lentitud hasta separarse.
Un escalofrío recorrió a Emma en cuanto la ausencia del contacto se hizo evidente. Lucas, por su parte, esbozó una media sonrisa antes de desaparecer en su despacho.
A lo largo de la tarde, ambos intentaron concentrarse en sus respectivas tareas, pero de vez en cuando, sus ojos se desviaban hacia la puerta, esperando—deseando—que el otro apareciera.
Cuando la jornada llegó a su fin, Emma salió de su despacho justo en el mismo instante en que Lucas hacía lo mismo.
Sin pensarlo, corrió hacia él y saltó a sus brazos, tomándolo por sorpresa.
—¿Qué pasa? —preguntó él, con una sonrisa de medio lado.
—Te extrañaba —respondió ella, como si fuera la cosa más obvia del mundo.
Lucas aún estaba asimilando todo lo que había pasado esa tarde. ¿Era real? ¿De verdad estaban aquí, juntos, sin barreras ni excusas?
—Hoy vuelvo contigo al pueblo —dijo finalmente.
Emma sonrió de inmediato, una sonrisa genuina, de esas que iluminaban su rostro por completo. No volverían a separarse esa noche.
Sin soltar su mano, lo arrastró con ella hacia la salida y, antes de que él pudiera protestar, lo hizo subir al asiento del copiloto de su coche.
—Hoy conduzco yo —anunció con seguridad mientras arrancaba.
El trayecto transcurrió entre miradas furtivas y sonrisas cómplices. De vez en cuando, uno de los dos desviaba la vista del camino solo para comprobar que el otro seguía ahí, como si todavía les costara creer que todo aquello era real.
Al llegar a la casa de los Ruiz, Emma y Lucas bajaron del coche sin soltarse la mano. Entraron así, entre risitas nerviosas, con los dedos entrelazados como si todavía no pudieran creerse lo que estaba pasando.
Al llegar a la cocina, encontraron a Sergio preparando la cena mientras Elena y Fernando charlaban animadamente.
La primera en notar su presencia fue Elena.
—¡Por fin! —exclamó, chocando su mano buena con la de su marido, su sonrisa radiante de pura emoción.
—Sabía que esto pasaría tarde o temprano —bromeó Sergio, lanzándoles una mirada divertida.
Con aire triunfal, se acercó a un armario y sacó varias copas. Luego fue hasta la nevera, sacó una botella de champán y la destapó con un sonoro pop.
Emma pegó un pequeño grito por el ruido del corcho.
—¿Desde cuándo está eso ahí? —preguntó Lucas, frunciendo el ceño.
—Desde que llegamos a la casa de verano —respondió Fernando con aire satisfecho.
Emma parpadeó, confusa. Miró a su alrededor, buscando respuestas, y finalmente se volvió hacia Lucas. Él se encogió de hombros con inocencia.
—¿Sergio? —preguntó Emma, colocando las manos en la cintura y fulminándolo con la mirada.
La sonrisa de su amigo se apagó al instante.
—Por una vez, me alegra que su furia no vaya dirigida a mí —comentó Lucas entre risas, antes de sentarse junto a su madre, quien aprovechó para darle un sonoro beso en la mejilla.
Emma avanzó con pasos decididos hacia Sergio, quien se limitó a seguir sirviendo el champán, fingiendo que no la veía.
—¿A esto te referías con que este sería el mejor verano de mi vida?
Sergio tragó saliva ruidosamente.
—Emma... —intervino Elena—. No te enfades con él. Yo también he hecho mis cositas…
Emma se giró para mirarla, aún con el ceño fruncido. Luego dirigió la vista a Lucas, que seguía al lado de su madre, relajado y feliz.
Y entonces lo entendió.
Daba igual lo que hubieran hecho, las conspiraciones o las apuestas a sus espaldas. Estaba con Lucas. Y era feliz.
Sonrió y sacudió la cabeza con resignación.
—Os perdono —anunció con teatralidad, tomando dos copas llenas y acercándose a Lucas.
Le entregó una y se sentó a su lado. Él le sonrió, entrelazando sus dedos con los de ella bajo la mesa en un gesto tan natural como necesario.
¿Acaso importaba lo que hubieran planeado? Estaban juntos. Eso era lo único que contaba.
Sergio los observó por un momento y, al ver la sonrisa de Emma, se relajó.
—Por la parejita —brindó, levantando su copa.
Todos lo imitaron, chocando sus copas con entusiasmo y felicitándolos con alegría.