El cansancio posterior al descanso pegaba fuerte en la nuca. Debía de ser de mañana, ¿otro día? Sí, otro día. Había otro día. Esa era su casa, una casa que por lo menos podía decir que era suya, no muy lejos de de la ciudad, pero suya y de nadie más, de las pocas cosas materiales que apreciaba. Seguramente no había agua, no era sorpresa, hace mucho que le negaban el agua a esa zona. Sentía que podía ser otro, pero era el mismo, y muy dentro de sí, sabía que seguiría siendo el mismo. Hacía calor, mucho calor, el ventilador solo echaba aire caliente, tal vez podía ignorar el calor, solo tal vez y si le daba la gana. Todavía seguía sin levantarse. Se imaginaba el recorrido. ¿Había trabajo? No, no había, era fin de semana, pero no era diferente a otro día de la semana, solo no se trabajaba, tocaba dejar que pasara el tiempo, que la rutina le devuelva el consuelo de estar haciendo algo.
Se sentó al borde de la cama. Había algo de comida según lo que recordaba, el mal aliento le pegaba en la nariz, no había mujer, el agua, no debía de haber ni una sola gota del coño, ¿para qué quisieras una sola gota si no harías nada con ella? Se levantó, sudado, tenía la camisa con mangas toda sudada por el cuello y las axilas, el pelo grasoso, tal vez necesitaba un baño. Tenía algo de vello, no tanto, nunca le crecía tanto. Su reflejo lo miró con sus ojos. Hola, tú, otro día.
Abrió el grifo, había agua.
Se acomodó y aprovechó de tomar una ducha. Salió a abrir las ventanas a ver si el viento se dignaba en refrescar algo de la casa. Detrás de las paredes, un barrio infinito, montañas de una ingeniera que desafiaba todo riesgo y sanidad, ingeniera malandra, robándole sus leyes al mundo. Cerros y cerros de ladrillos rojos apilados, un pequeño sacudón y debía de caer todo, una lluvia, pero se mantenía todo a pesar de las grietas, el desgaste, el peso. Algún día se va a caer todo esto, espero que encima de todos nosotros para que se acabe de una vez. Vio por encima de su hombro, la sombra del tatuaje que ya no quería encima de él. Nunca se volvía a hacer un tatuaje con significado, se pierde el sentido y la desorientación es inmediata. La próxima vez se haría algo tonto, algo que no debería, si se arrepentía sería por el tatuaje más por lo que signifique. Sí, eso estaría bueno, estaría divertido, pero eso cuesta plata, no tengo tanta plata ahorita, qué cagada, bueno, es lo que hay. Una arepa de ayer que se recaliente y se come sin echarle nada para poder desayunar bien el lunes. ¿Café? No, qué va, qué basura. El teléfono quieto, sin nada, si no suena, no ha pasado nada, todo está bien y nadie me necesita.
Intenta recordar, en el ruyido mueble de la sala masticando la masa tibia por fuera y helada por dentro, había que hacer algo hoy. Alguien quería verlo, alguien que lo conocía por ese nombre, su otro nombre. Molesto, bastante fastidioso.
Suspiró por creer que dio su palabra y había que cumplirla, por lo menos eso debía de cumplir. Se levantó, agarró el teléfono y le envió un mensaje. ¿Nos veremos sí o no? ¿Vienes o voy? Ahora esperar.
El viento pegaba a veces, por lo menos, sabroso, empezaba a sentirse como un fin de semana.
Fue y se echó en la cama e intentó dormir otro rato, a ver si el cansancio se le quitaba.
El calor pega más, el aire caliente, medio día, suena el teléfono. ¿Aló? Sí. Sí. ¿Estás allá o llegas? Ok, nos vemos.
Qué ladilla, pero era un amigo, bueno, algo que se podía llamar amigo, tenía tiempo sin querer llamar amigo a alguien.
No quedaba tan lejos, pero el esfuerzo, el tráfico, caminar, soltar plata, no había nada más ladilla. ¿Lo había planificado antes? El tiempo, las conversaciones, daban lo mismo, todo era de lo mismo.
No había más sueño, se hacía tarde y ya necesitaba andar agarrando camino para afuera, así como estaba, no tenía necesidad de arreglarse, se llevaba su camisa manga larga, el teléfono por si acaso. Al parquecito rápido y luego irse. Solo con pensar que ahí afuera seguía estando Caracas ya era agotador.
Salió, el sol le puyó los ojos, el calor lo cacheteaba en una calle íntima, estrecha, echa para una o dos personas. Lo rodeaban casas de bloques coloridos y sobrios, con techos laminados y silencios momentáneos. Bajó ya sudando instantáneamente por veredas cuadradas y escalones gruesos, trabajosos, encontrándose con gente que lo reconocía, pero le guardaban luto.
Saludaba los vecinos que lo saludaban, yendo a su propia bola, bajando, volviendo a subir, bajando de nuevo, ladeando, cruzando el angosto espacio que conectaba con el mundo. La calle ancha, humo de carros, oxígeno venenoso, la cancha, finalmente la salida, hombres y niños aguantando sol detrás de un balón.
Nadie lo vio.
Salió por los portones de la cancha.
Efectivo en los bolsillos, el bendito efectivo tan difícil de conseguir, de no ser por unos chinos a los que les compraba el efectivo estaría sin poder moverse a su gusto, aunque igual no se movía a ningún lado más que al trabajo.
Una fila de camionetas esperando a cualquiera. Se paró, lo vieron, y con una seña con la cabeza se montaron cuatro y arrancaron.
Las ventanas abiertas, el aire caliente raspando la cara, el sol eclipsado por la lata, por lo menos eso, la luz molesta sin tocar directamente la piel, bien.
El chofer prende la radio a todo volumen, para que el aire que entra de afuera no le entorpezca la música y los demás nos calamos por pura mala suerte las cornetas al cien. Faltas de respeto.