Había sido ya más o menos una semana, no lo sabía con exactitud porque el tiempo no era algo que contaba, así como los días de la semana, daba igual cual era cual. Había hablado con alguien hace un tiempo, sí, ya no recordaba quien o qué, de la casa al trabajo y del trabajo a la casa, más nada. Salió a las tres de la mañana y el cansancio no lo dejó descansar. se despertó a las nueve. Era un día libre, no tenía nada qué hacer y su cuerpo no lo dejaría recuperarse del trasnocho por esa mañana. Las sienes hinchadas, los ojos congestionados por la luz, la cabeza encendida por un ruido negro, la falta de apetito, la pesadez de la espalda y los hombros. Se sentó al borde de la cama, pensando qué hacer, quizás calmar las tripas en blanco, pero no tenía ningún tipo de apetito, no había luz, pero no importaba, al final daba lo mismo. Se recostó intentando volver a descansar, pero las alarmas de su cuerpo no lo dejaban en paz. El corazón acelerado y el sentimiento ácido en el pecho dando vueltas en la cama a ver si podía encontrar algo del sueño del perdido.
Nada.
El sueño había desaparecido y el calor había vuelto. La memoria no le tuvo piedad y no paraba de traicionarlo, le mostraba imágenes que no aparecían en su frente desde hace mucho, culpa del cansancio, y se alzó, molesto, había que distraer la mente.
Salió de la casa enrumbado a cualquier lado que fuera bueno.
Arriba, abajo, izquierda, abajo, arriba, derecha, abajo, abajo, la cancha con el gentío, una buseta la cual corrió a alcanzar, ¿a la ciudad? Sí, no había adónde ir.
El trayecto el mismo, ladilloso y apestoso. Alguien lo tuvo que haber reconocido en el carro por la mirada que pudo sentir. Una calle, la naturaleza, una casa, dos casas, edificios, una redoma y no se bajó, siguió hasta hartarse del tráfico y bajarse dando el dinero. No sabía bien dónde estaba, pero no importaba siempre y cuando sus pies se movieran.
Las calles lo ignoraban, casi como si no existiera, mucha gente en unas, casi nadie en otras. Las calles de esa ciudad eran un enredo que siempre buscaba el oxígeno de su atadura. Se llegaba y salía fácil de cualquier lado. Las veredas lo guiaban de un lado a otro, era de tarde y creía sentir cierta familiaridad con todo, como si todo fuera suyo por donde caminara.
Gente que lo veía e ignoraba, gente que creía reconocerlo y no lo molestaba. Lo veían y él los veía, pero en realidad estaba irreconocible y, sobre todo, olvidado. Lo escuchó en alguna ocasión, cuando tenía estómago para algo así, un sujeto que se la daba de rapero, que en ese momento tuvo que haber muerto. Sí claro, porque no era su vida y no importaba.
Él llegó a pensar lo mismo.
A esa hora debían de llenarse la calle de niños saliendo del liceo, pero no había muchos, contados, como condenados. Podía ver más allá, un poder heredado del cansancio, podía ver las mentes, y las veía vacías, embotelladas con un mal irreparable. Había una promiscuidad repugnante en la calle, comida, actividades, negocios, gente que no parecía viviendo la realidad común. A sus manos llegó un periódico que no daba noticias de nada, todas irrelevantes, todas bastante inútiles.
La gente era la misma la de siempre, esa ciudad no cambiaba con el tiempo, todo lo que le podía pasar ya le pasó, no habrá alguna novedad que no fuera la usual desgracia del fin.
Tenía tiempo sin escuchar disparos, esa vez tampoco los oyó, pero eran tan usuales que era raro ya no escucharlos.
Los infelices no lloran.
Se hacía tarde y el sueño lo hacía caminar de un lado a otro, ojalá estuviera así por borracho y no por el cansancio.
Volvía como podía a ver una parada que lo dejaría cerca del barrio para poder meterse entre las casas amontadas y perderse de nuevo en su cama, dejar de ver a la gente y dejar de pensar estupideces. Tal vez su cansancio no era tanto suyo, debía de existir uno en general, algo que mucha gente debía de ocupar, pero no estaban para recibirlo.
Había un bus de la ruta, se montaría para volver, finalmente, la calle casi y lo enferma.
La música a todo volumen, una bachata vieja y desabrida como todas las que sonaban en cualquiera de esos carros, el bus lleno, el sol cayendo, casi noche.
Un par de hombres, muchachos en realidad, qué suerte debía de estarlo abandonando. Armados con un arma que solo mostraron levantando la camisa, empezaron a pasar de asiento en asiento quitando pertenencias.
Teléfonos y dinero era lo que saltaba a las manos de los muchachos.
Llegaron a él. El teléfono no estaba y solo tenía el pasaje. Tuvo que haber sido el sueño, el cansancio, algo en el tono de voz, en los gestos, algo que provocara la reacción.
Uno, dos, tres apuñaladas.
Unos gritos reprimidos, suspiros sonoros y apretones de estómagos ruidosos. No sintió ninguno, y al verse no vio nada, parecía que no le hubieran hecho nada.
Al momento empezó a brotar algo de sangre, eso más el sueño acumulado solo lo tumbó un rato y por un momento dejó de existir.
Despertó en una habitación oscura, con el abdomen adolorido, una cama incómoda y algo de humedad. Estaba mal, sentía el mismo cansancio y, peor, el dolor. No podía ni recostarse ni moverse. Al rato entró una enfermera y le preguntó su nombre. Unos extraños lo habían traído de emergencia. La muerte parecía estar jugando con él.