Catalina
Oh Dios, esto es horrible; ¿no es la antesala de todo lo que está mal en la vida?
La antesala de un puto desastre.
Observo cuidadosamente el salón donde se celebra el aniversario de la empresa para la que trabajo y, además, se supone que hoy debo ser una mariposa social y caerle bien a los socios. Como si fuese el payaso de circo que debe entretenerlos, o la loquita de la esquina que hace que te rías de ella.
Con esa mentalidad de novata, no agradas ni al inútil que tienes de novio.
Aparto esos pensamientos fuera de mi cabeza —tengo un subconsciente que parece más enemigo que aliado.
Pero claro: culpame y luego, cuando haces tus estupideces, quieres que las resuelva por ti. No, baby; me iré de vacaciones y te dejaré con el desastre que eres.
Pongo los ojos en blanco mientras el dolor en el estómago me recuerda por qué esto se está convirtiendo en un desastre. La respuesta es simple: no sé controlar mi maldita boca cuando veo postres.
Así que, cuando llegué a la fiesta, sonreí a muchas personas y luego me escondí en una esquina para devorar todo como si llevara días sin probar bocado. Ahora solo quiero ir al baño y encerrarme a destrozar un inodoro; por cómo gruñe mi estómago, lo que suelte será indicativo de que este lugar dejará de estar ocupado pronto.
Sin embargo, la razón por la que aún no huyo se debe al hombre que sonríe de forma endemoniada. Casi puedo verle los cachos satánicos que tiene en la cabeza, ojos rojos y sonrisa que revela que no es buena idea ni siquiera intentarle con el mejor aliño del mundo.
Mucha gente dirá que estoy mal de la cabeza, porque a sus ojos Diego Lancaster es un hombre alto, guapo, con un cabello castaño perfectamente ordenado y ojos verdosos que son el sueño de muchas mujeres de la empresa, pero yo sé que eso es solo fachada.
Es un jodido loco psicópata.
Lo detesto tanto como detesto el café sin leche en las mañanas, tanto como odio cuando mis bragas favoritas, ya con hoyos y que claramente necesitan dejar de existir, terminan por romperse.
Sí, a ese punto lo detesto.
Por estar pendiente de Diego y su sonrisa copiada del mismo diablo no me doy cuenta del hombre que se me acerca, limpiándose los mocos. Muy tarde para correr.
No, mija; yo corro aunque las patitas se me destrocen.
—Señorita Catalina —la voz nasal del sobrino de mi jefe me hace fingir otra enorme sonrisa mientras el estómago me hace huelga y me grita que necesito un baño.
—Hola —murmuro y miro a mi alrededor buscando a alguien que me salve de este hombre.
—Está muy bonita esta noche —con eso me regala una sonrisa babosa y yo finjo otra; el vientre me grita otra vez que debo huir y maldito sea todo ahora.
—Gracias, oh, mira, me llaman , al parecer mi gato es un idiota y se cayó del techo; curiosamente es un gato que no sabe caer de pie y no tiene siete vidas—; él me mira confundido cuando salgo corriendo en busca de un baño.
Una excusa más creíble para la próxima, ¿acaso no te he enseñado nada?
Una vez más, mi subconsciente ataca.
Callate que pudiste haberme dado una mejor solución.
Esa es la repsuesta que le lanzo a la descarada.
Me muevo lo más rápido que mis piernas me permiten y no me doy cuenta de lo que pasa hasta que choco con un muro humano que casi me parte la nariz.
Sí, te hace falta una rinoplastia, a ver si con nariz nueva te da por estrenar un nuevo cerebro también.
Mis ojos se enblanquecen con la pequeña piraña que se supone que no debería atacarme. No recuerdo haber escuchado a nadie decir que su subconsciente era una señora gruñona y sarcástica, pero así es el mío.
Levanto la mirada, dispuesta a disculparme, cuando me tenso al dar con esos ojos verdes llenos de odio. El papel de mártir amable se le fue a este hombre y ahora me observa como solo Diego sabe hacerlo: como un imbécil.
A ver, te contaré algunas cosas sobre él:
Uno: es mi enemigo mortal.
Dos: finge ser el hombre perfecto frente a los demás, pero solo es un idiota cuando estamos solos.
Tres: es el hombre contra el que actualmente compito para ganarme la dirección de la empresa en la que trabajo.
Diego y yo entramos casi al mismo tiempo, pero la cosa es que él es bueno en su trabajo, y lo odio por eso, porque yo también lo soy. Solo que llegó con su aire de diva empedernida y pues, yo muy pasiva no soy.
Así descubrí que Diego no es el caballero que todos piensan y él descubrió que yo no soy la dama que finjo ser.
—¿No te fijas por dónde vas? —gruñe, limpiando su chaqueta como si fuera de seda italiana bañada en oro.
—Como últimamente tienes complejo de pared, te confundí —respondo, y me aguanto el dolor. Dejar pasar una pelea con él es algo que no haré nunca.
Imposible rendirme yo.
—¿Pared? Cariño, tengo a la mayor parte de los socios metidos en mi bolsillo —para dar fe a sus palabras, les sonríe a unas mujeres que se ríen como colegialas—. Además… —se ríe, saca su teléfono, busca algo y me lo muestra— creo que esto me ayudará mucho.
Me tenso. En la pantalla aparece la prueba de mi adolescencia criminal: yo peleando con un gigoló en plena calle por ver quién era más sexy. De joven cometí muchos errores, y la lista incluye: robar el auto de mis padres, ser detenida, causar un caos en un cine, en un restaurante, en una disco y sí, esa pelea también.
—Diego, si quieres que tu papel de caballero andante siga funcionando, borra esa foto. Tengo una de ti cuando te metías los dedos en la nariz como el nieto del jefe y luego te los comías. Hay videos también —sonrío triunfal al ver cómo se le borra el color de la cara.
—Eso es mentira, nunca hice eso —responde, pero lo noto nervioso, mirando a su alrededor como si alguien pudiera haber escuchado.
Suspiro teatralmente, echo mi pelo hacia atrás y saco mi teléfono con toda la calma del mundo. Busco en mi galería hasta encontrar el video y se lo muestro con una sonrisa enorme.