Catalina
—¡Soy la puta reina de la fiesta! —grito a todo pulmón en la disco, donde solo los ebrios como yo me siguen la corriente, cantando a coro mientras me muevo entre las masas al ritmo de Like That de Doja Cat.
No hay nada mejor que cerrar un negocio, claro que eso es excelente. Lo malo es cerrarlo cuando sabes que tu jefe te cortará la cabeza en cuanto le digas las medidas desesperadas que tomamos para tratarlo.
¿Qué me poseyó para proponer todas las estupideces que pude haber hecho? Deberían ponerme un bozal cada vez que me den un caso importante, porque solo el alcohol esta noche ha evitado que me hunda en la desesperación.
Aunque el lado positivo es que yo bailo, tomo y disfruto con muchos desconocidos que me creen el alma de la fiesta esta noche. Pero si miro hacia la esquina más deprimente de este lugar, me encontraré con Diego llorando a moco tendido, pegado a una botella y asegurando que sus años como mejor empleado han muerto junto con su espíritu de juventud.
Ambos estábamos en el mismo barco a estas alturas y, aunque lo deteste, todo lo que él haga tendrá consecuencias en mí. Podría sacarlo de su miseria y enseñarle a disfrutar de una buena fiesta, o dejarlo ahogar sus penas en la esquina de los olvidados.
Por el momento opto por gritar a todo pulmón la canción que suena, moviéndome como si fuera la misma Doja, solo que no muevo un carajo porque parezco un hierro oxidado sin forma alguna de verse atractivo.
Siento una sonrisa bobalicona que me indica que estoy más en el mundo de los muy ebrios que en el de los suavemente ebrios. Es por eso que camino con paso decidido; la gente me deja pasar gritando que soy el alma de la fiesta y por eso me saludan como si estuviese en un concurso de belleza.
El camino se abre hacia el DJ, que me ve venir como si fuese lo máximo de este lugar. Me subo en la tarima donde está y le robo el micrófono sin que lo vea venir.
—¿Están disfrutando? —pregunto a gritos, y todos responden con afirmaciones alocadas—. ¡Bien! Sé que están divirtiéndose, entonces el objetivo de la noche es sacar al depresivo de la esquina de su sufrimiento. ¡Todos a él!
Como si mis palabras fueran ley, todos giran hacia Diego, que sigue llorando con mocos incluidos.
El DJ se pone más dramático con la música, haciendo que la miseria de Diego sea más notoria. Al sentir todas las miradas, él levanta la cabeza, viéndose tan confundido como borracho, y vuelve a tomarse la botella que tiene en la mesa.
—Me echaron del trabajo —es todo lo que dice para justificarse—. Y para colmo, mi némesis es el alma de la fiesta mientras yo estoy aquí, sufriendo.
Se limpia los mocos con la servilleta, y una chica sonríe.
—¡Gánate ser el alma de la fiesta! —grita ella—. ¡Concurso de quién es el mejor!
Yo hago una mueca de horror.
Mi cabeza gira tan rápido hacia Diego que podría parecer la hermana de la niña del exorcista por la forma en que lo hago, pero luego miro a la chica que gritó con cara de traición absoluta, porque ella quiere quitarme mi reinado de dictadura absoluta.
Niego de forma dramática mientras los murmullos comienzan a seguirle el coro a la traidora, que debería salirse de la disco por absoluta rebeldía. Al verse motivado por los gritos, Diego levanta la cabeza y sonríe como el borracho que es.
—¡Acepto! —grita. El bullicio que hacen todos es ensordecedor. —¡Te quitaré el título de alma de la fiesta porque yo lo seré! —sigue gritando mientras se tambalea y luego sonríe—. ¡Seré el rey de la fiesta!
Los hombres le siguen la corriente con gritos que me hacen poner una mueca, porque es insoportable. El DJ, que parece haber estado esperando este momento toda su vida, grita por el micrófono:
—¡Si hay reina y hay rey… entonces tiene que haber baile real!
El público estalla en vítores y aplausos como si acabara de anunciarse el fin de los impuestos. Antes de que pueda escapar, dos tipos me empujan hacia el centro de la pista, y a Diego lo arrastran tambaleándose como si fuera un muñeco inflable a medio desinflar.
La música cambia abruptamente: un reguetón lento y pegajoso.
—Esto es una conspiración —murmuro con dramatismo, coronita de plástico incluida.
Diego sonríe de lado, claramente disfrutando de mi sufrimiento.
—Prepárate, Catalina, porque voy a hacer historia.
Historia de qué, no sé. Tal vez de la vergüenza ajena.
Él da el primer paso: intenta un giro de salsa, pero casi se enreda con su propio pie. El público ruge como si estuvieran viendo a Michael Jackson reencarnado. Yo lo miro con horror, y para no quedarme atrás, improviso un movimiento de cadera tan torpe que parece más un calambre que otra cosa.
—¡Eso, Catalina, sensualidad! —grita alguien.
Sensualidad mi trasero.
Estoy a dos segundos de caerme de bruces con estos pasos sacados de un comercial de quién hace más el ridiculo. Diego se acerca y me toma de la mano, intentando levantarme el brazo para una vuelta “elegante”. Solo consigue que me estrelle contra su pecho y casi nos vayamos de cabeza al suelo. La gente enloquece.
—¡Rey y reina de la fiesta! —grita el DJ.
Yo ruedo los ojos, intentando recomponerme, pero Diego me sostiene de la cintura para que no me derrumbe del todo. Por un instante, me mira con esa sonrisa borracha y triunfal, y yo sé que si seguimos así, alguien va a llamar a los paramédicos.
—Dime que esto es lo peor que te ha pasado —le suelto, jadeando entre risas.
—No —responde él, acercándose para que solo yo lo escuche—. Lo peor es darme cuenta de que me estoy divirtiendo contigo.
Y antes de que pueda replicar, la multitud empieza a corear:
—¡Beso, beso, beso!
Yo lo miro con ojos de horror absoluto, y él sonríe como el maldito villano de una telenovela barata.
—Ni loca —digo alzando las manos como si el público fuera un grupo de asaltantes. —¡Esto no es una boda gitana ni una novela turca!