Gruño cuando la luz del sol me da de lleno en la cara. Por amor a todos los santos, ¿por qué existe el maldito sol? Solo quiero seguir durmiendo, hundirme en mi miseria y olvidar que, una vez más, me embriagué hasta perder la dignidad y probablemente el alma. Lo peor es que la última vez que tuve resaca prometí solemnemente —con la mano sobre una botella de agua y un ibuprofeno— que eso no volvería a pasar.
Spoiler: volví a fallarme.
Pero no es mucho lo que se puede hacer cuando parece que soy muy, pero muy debil ante el alcohol. Gimo, medio muerta, medio viva, y cierro los ojos con la esperanza de que esa luz infernal desaparezca. Intento girarme para huir de ella, pero un brazo rodeando mi cintura y una respiración tibia en mi cuello me dejan completamente helada.
¿Qué demonios...?
Mi cerebro, todavía procesando en modo “internet explore”, intenta recordar las últimas horas de mi existencia. Recuerdo que firmamos el trato más estúpido de mi carrera, que decidí ir a un bar a celebrar mi inminente despido y que la música estaba buena. También recuerdo verme bailando como si no hubiera un mañana… y a Diego, el miserable Diego, en una esquina, igual de borracho y deprimente que un cactus en el desierto.
Después de eso nada.
Pantalla negra.
Fin del episodio.
Trago saliva y miro a mi alrededor tratando de que mi memoria magicamente me devuelva las útimas horas de mi vida, pero eso no ocurre, así que analizo todo para encajar lo que pasó.
La primera buena noticia: sigo vestida.
La mala: la ropa que llevo puesta no es la misma con la que salí anoche.
Miro la tela blanca que cubre mi cuerpo y trato de no entrar en pánico.
No.
No.
No.
Quiero gritar. Mi corazón late tan fuerte que parece que intenta escapar de mi pecho, y me muerdo el labio inferior intentando no llorar.
No recuerdo absolutamente nada.
Nada. Nadita. Cero. Cero menos cero, absolutamente es como una cortina molesta cubriendo mis recuerdos de la noche anterior.
Respiro hondo, aparto el brazo que me sujeta y me incorporo tambaleante. Apenas pongo un pie en el suelo, el mundo gira como un carrusel poseído. Me agarro al borde de la cama para no besar el piso y paso una mano por mi cabello enredado, que parece una ofensa personal al concepto de higiene. Giro el rostro hacia mi acompañante y el grito que suelto podría despertar a todo Las Vegas.
—¡AAAAAHHH!
Ahí está. Diego.
El maldito Diego.
Go, Diego, go.
El maldito está dormido en la cama, el idiota me abrazaba y al parecer con ese idiota fue que dormí toda la noche.
Niego con la cabeza, en shock, mientras él abre los ojos lentamente. No lleva camisa y tiene una marca purpúrea en el cuello, como si un vampiro le hubiera intentado robar la vida. Mis ojos se abren tanto que podrían servir como antenas parabólicas. Él me mira confundido, luego se mira a sí mismo… y su expresión pasa de “¿Dónde estoy?” a “Dios mío, ¿qué hice?”.
Yo grito de nuevo como si fuese la protagonista de una película de terror que de verdad da miedo provocando que él se sobresalte y mirando la habitación me doy cuenta de que absolutamente todo está hecho un caos. Como si un tornado hubiese pasado derrumando todo a su paso..
Retrocedo hasta chocar con el tocador.
—Esto no puede estar pasando… —murmuro horrorizada—. Es una pesadilla. Sí, eso. Una pesadilla. Si cierro los ojos, desaparecerá…
Me doy unas palmadas en las mejillas tan fuertes que duele y ese dolor es lo que me hace saber que no estoy soñando, que sigo muy, pero muy despierta. Que el día de hoy he despertado al lado del hombre que más odio en todo el maldito universo. El mismo Diego al que quiero lanzar por las escaleras cada vez que abre la boca.
Él, tan horrorizado como yo, se levanta de la cama como si esta estuviera en llamas. Se sujeta la cabeza con ambas manos y gruñe:
—Dime que no pasó nada…
Diego comienza a buscar su camisa, pero ambos la vemos al pie de la cama completamente rota, él maldice y se pasa una mano por el cabello y justo en ese momento es donde lo veo en cámara lenta, como si fuese la peor cosa que he podido ver en la vida, un momento que podría traumar a cualquiera. Miro algo dorado que brilla y adorna uno de sus dedos.
No.
No.
No.
No.
Cierro los ojos, cuento hasta diez, me obligo a mantener la cabeza fría y mis ojos se abren para bajar a observar el vestido blanco que llevo cuando en mis recuedos claramente está un vestido dorado que fue con el que salí del hotel anoche, pero ahora uno muy diferente es el que tengo. Con esa noticia golpeándome me obligo a ser valiente y bajar la mirada hacia mis propias manos.
Ahí está lo que tanto temía.
Un anillo.
Un maldito anillo.
Mi grito atraviesa el alma del hotel.
—¡NOOOOOOO!
Diego se sobresalta mientras yo jadeo como un pez fuera del agua negando, los ojos de Diego pasan a lo que miro y se tensa antes de que sus ojos se deslicen a su dedo donde lo veo palidecer cuando une las mismas piezas que he unido yo.
Porque anoche ninguno de los dos tenía un maldito anillo en el dedo, de eso estoy 100% segura.
—¡No puede ser! —grito llevándome las manos a la cabeza—. ¡Esto es una pesadilla, una broma, una cámara oculta, algo! ¡No puede ser real!
—¡Créeme, no eres la única horrorizada! —responde Diego, medio encorvado, sobándose las sienes—. Si esto es un sueño, quiero despertar ya.
—¿Tú crees que yo estaría soñando contigo? —le espeto con tono venenoso—. ¡Por favor! ¡Antes beso un cactus con vida propia!
Él frunce el ceño y se cruza de brazos, exhibiendo ese maldito torso que solo hace que me moleste más porque no tengo derecho a notarlo.
—Relájate, drama queen. Seguramente fue una boda falsa, una de esas ridículas que hacen los borrachos en Las Vegas.
—¡Ah, sí! Porque claro, tú eres un experto en bodas borrachas, ¿no? —replico con sarcasmo—. Felicidades, Diego, ¡lograste convertir mi noche de tristeza en el mayor error legal de mi vida!