Ni soy una dama, ni él un caballero

CAPÍTULO 10

Diego

Llevo estacionado frente a la casa de Catalina unos cuarenta minutos.

Cuarenta minutos.

Y no porque me haya perdido ni porque esté esperando una señal divina, sino porque no tengo el valor de salir del coche. Estoy atrapado en un dilema existencial: ¿vale la pena ir a esa cena o es una trampa cuidadosamente planeada por su padre para castrarme?

No estoy del todo convencido de haber hecho bien aceptando esta invitación, pero después de todo el despliegue de seguridad que organicé para “callar a Catalina, sería una humillación no presentarme. Mi orgullo masculino está en juego, y créanme, ese tipo de orgullo es más sensible que un cristal.

Respiro hondo, agarro la botella de vino —mi ofrenda de paz— y camino hacia la casa de dos pisos. Y claro, es exactamente como imaginé que sería la casa de Catalina: ordenada, acogedora, y con ese aire de aquí se respira descontrol y locura que tanto me saca de quicio.

Toco el timbre esperando que mi odiosa esposa sea quien abra la puerta, pero en su lugar aparece una mujer más baja, con el mismo brillo en los ojos castaños y una coleta perfectamente hecha. La semejanza es innegable. La madre de Catalina.

Genial.

Pocas veces la he visto —de lejos, en eventos—, pero jamás crucé palabra con ella. Así que esto ya empieza a ponerse incómodo.

—Mucho gusto… soy Diego Lancaster —murmuro como puedo, tratando de no sonar tan nervioso como estoy.

Ella sonríe divertida, da un par de pasos hacia mí y, antes de que pueda retroceder, me envuelve en un abrazo. Un abrazo real, cálido, de esos que te dejan tieso porque tu cuerpo no recuerda cómo se hace eso del contacto humano.

—¡Así que tú eres mi yerno! Ven, entra, muchacho, te estábamos esperando con ansias.

Y sin esperar respuesta, me arrastra literalmente dentro de la casa. Es una mujer menuda, pero tiene la fuerza de un toro emocionado. El lugar es tan hogareño que me incomoda. Hay fotos por todas partes: Catalina sonriendo con su madre, un adolescente con cara de pocos amigos pegado al celular, y un hombre alto, de cabello oscuro y mirada seria, el padre.

Oh, genial. El jefe final.

—Buenas noches —murmuro, tratando de sonar respetuoso.

Los dos hombres levantan la mirada hacia mí al mismo tiempo. Perfecto. Dos pares de ojos juzgándome de arriba abajo como si fueran el jurado de American Idol: versión suegros. Mi cuerpo entero se tensa. Me gustaría parecer relajado, pero siento que estoy a un segundo de salir corriendo por la ventana.

Nunca he visitado a la familia de ninguna novia. De hecho, Catalina puede burlarse todo lo que quiera, pero jamás he tenido una. Así que no tengo ni idea de cómo se supone que uno actúa en estas situaciones.
¿Sonrío? ¿Doy la mano? ¿Finjo un desmayo para evitar preguntas?

El padre se levanta del sofá y se acerca con paso lento, firme, como quien va a interrogar a un sospechoso.

—¿Así que tú eres el hombre que me hizo perderme de la boda de mi hija? —pregunta con una ceja arqueada. Yo trago en seco. —Mira que embriagarla y traerla de vuelta con un anillo en el dedo no es precisamente la mejor forma de ganarte mi simpatía.

Su mano cae sobre mi hombro y siento que me paralizo. Busco la puerta con la mirada, pero la madre de Catalina ya la ha cerrado discretamente. Excelente.

Estoy atrapado.

—Nos queremos… —es lo único que logro decir, con una voz tan chillona que incluso yo quiero golpearme.

El padre me observa, la madre sonríe con ternura, y yo solo pienso en una cosa: Definitivamente debí quedarme en el auto.

El silencio incómodo que sigue a mi brillante declaración —“Nos queremos”— dura unos segundos que parecen una condena eterna. Y entonces, el padre de Catalina suelta una carcajada tan fuerte que el suelo parece vibrar.

—¿Nos queremos? —repite con incredulidad—. ¡Ja! Muchacho, si mi hija te quisiera, lo sabríamos. Créeme, Catalina no sabe disimular… ni cuando odia, ni cuando ama.

La madre de Catalina intenta contener la risa, pero le dura poco; termina soltándola con la misma naturalidad con la que me arrastró dentro de la casa. El hermano, que hasta ahora no había levantado la vista del celular, sonríe con ese tipo de malicia juvenil que promete problemas.

—¿Así que se quieren? —pregunta con fingida dulzura, moviendo las cejas como si estuviera a punto de disfrutar un buen espectáculo.

Yo asiento, torpemente, intentando parecer seguro.

—Sí, claro, nos queremos mucho.

El chico deja el celular sobre el sofá y, sin previo aviso, empieza a dar golpecitos sobre la mesa auxiliar, marcando un ritmo.

—Esto merece una canción —anuncia, y la madre solo suspira resignada. Y entonces arranca, sin piedad: — Diego ama a Cata, pero Cata no lo ve, si la vieras mirarlo, parece quererlo… patear tal vez.

Toda la familia estalla en risas. Incluso el padre, que intenta mantenerse serio, termina palmoteando la rodilla con un “¡esa estuvo buena, hijo!”.

Yo sonrío como puedo, porque huir en este momento sería demasiado evidente.

—Carlos, no molestes al pobre muchacho —dice la madre entre risas

—¿Pobre? —responde el padre divertido—. ¡Si vino a nuestra casa después de casarse con mi hija por accidente! Eso no es pobreza, es valentía suicida.

La madre asiente con una sonrisa.

—Y muy guapo, además —agrega como si fuera un detalle irrelevante.

—¡Mamá! —protesta Carlos, fingiendo horror—. No incomodes al señor “Nos Queremos”.

No puedo evitar soltar una risa nerviosa. La situación es tan surrealista que ya ni sé si reír o excavar un hoyo y meterme dentro.

—Fue un malentendido —murmuro, intentando arreglarlo, aunque claramente no hay forma humana de hacerlo.

—Sí, claro —dice el padre arqueando una ceja—. Todos los matrimonios felices empiezan con un “malentendido” y una resaca.



#159 en Otros
#83 en Humor
#649 en Novela romántica

En el texto hay: comediaromatica, enemiestolover, romcom

Editado: 28.10.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.