Ni soy una dama, ni él un caballero

CAPÍTULO 11

Catalina

Mi familia parece enamorada de Diego, y eso, mis queridos, es un error monumental.

Honestamente, pensé que el día en que vería a Diego sentado en la mesa de mi casa sería el mismo día en que, en el psiquiátrico donde me internarían, me dieran sustancias tan fuertes que empezara a alucinar con cosas horribles, tipo ver a mi nemesis en una cena familiar. Y, sin embargo, aquí estamos: él riéndose con mis padres, bromeando con mi hermano y lanzándome miradas de vez en cuando.

Raro, inquietantemente raro.

Pero lo más extraño es lo natural que se ve todo. Como si Diego ya hubiese cenado con nosotros mil veces y no fuera la primera. Ni mis novios reales (sí, los que mi madre decía que eran una mala perdidade tiempo) lograron verse tan cómodos aquí. El humor de mi familia es pesado, tipo “reírse hasta de tus traumas”, y aun así Diego lo maneja a la perfección.

Y, entre todas las cosas que podría resaltar de él —como su capacidad para fastidiarme cada dos segundos—, hay una que me descoloca: su mirada.

Tiene una expresión dulce y eso no le pega para nada. Diego siempre tiene cara de tipo serio, de esos que podrían protagonizar comerciales de relojes caros o de perfumes con nombres raros. Pero ahora, mientras habla con mi padre, esa dureza se le deshace un poco. Yo, que ya terminé mi cena y me refugio en mi copa de vino, no puedo dejar de observarlo. Algo en su forma de mirar me atrapa. Y eso, por supuesto, me irrita.

—Bienvenido a la familia, Diego. Dile a Catalina que te muestre el patio trasero, tengo las mejores flores —dice mamá con ese tonito suave que usa cuando quiere jugar a Cupido.

Pongo los ojos en blanco tan fuerte que casi me los volteo. Le lanzo a Diego una mirada tipo ni se te ocurra, pero el idiota solo sonríe, encantado con mi tortura.

—Con gusto —responde.

Mi madre me lanza una de esas miradas maternales que no dejan espacio a réplica. Resoplo, digo un maldito en voz alta y me levanto.

Diego se incorpora detrás de mí, y siento —porque sí, lo siento— su mirada recorriéndome con calma. Es distinto hoy. No sé por qué, pero me resulta más intenso, más consciente. Me obligo a mantener la calma y camino hacia el pasillo que da al patio trasero.

El aire frío de la noche me golpea las mejillas apenas salgo, y respiro aliviada. Por fin aire puro, no intoxicado con el perfume de Diego.

Sabes que no es barato, huele delicioso.

Esa voz interna que insiste en defenderlo me resulta irritante, así que la ignoro. Como ignoro todo lo que sucede esta noche.

El patio trasero es hermoso, lo admito. Mamá tiene un don para las flores, y bajo la luz tenue parece un pequeño jardín secreto. Lástima que tenga que compartirlo con Diego.

—Tienes una familia hermosa —dice él, acercándose a mi lado—. No te pareces a ellos. Eres como la oveja negra.

Ruedo los ojos.

—Gracias, supongo.

Cuando giro para mirarlo, sus ojos están fijos en mi rostro. Hay algo en su expresión que me descoloca, algo entre curiosidad y ternura. No sé qué es, pero aparto la mirada enseguida y me concentro en las flores.

No necesito ese tipo de confusión en mi vida.

El silencio se alarga unos segundos, roto solo por el crujido del viento entre las hojas y el sonido de mis tacones contra el suelo de piedra cuando me muevo para alejarme de él, Diego está demasiado cerca. No lo suficiente para tocarme, pero lo bastante como para hacerme consciente de cada movimiento suyo.

—No sabía que el jardín de tu mamá era tan bonito —dice con una sonrisa casi genuina.

—No sabía que sabías usar la palabra bonito —replico sin mirarlo.

Lo escucho reír por lo bajo, esa risa que me saca de quicio porque suena demasiado tranquila, como si nada en la vida pudiera alterarlo.

—¿Y qué palabra usarías tú? —pregunta, inclinándose un poco hacia mí.

—Cualquiera que no saliera de tu boca.

—Auch —dice fingiendo dolor mientras se lleva una mano al pecho—. Qué cruel, Catalina. Me estoy esforzando por ser el yerno perfecto.

—¿Yerno perfecto? —arqueo una ceja—. ¿Desde cuándo ser insoportable cuenta como talento familiar?

—Desde que descubrí que te irrita. —Su sonrisa se ensancha con descaro.

Suspiro exageradamente.

—Y yo que pensaba que venías a cenar, no a probar mi paciencia.

—Puedo hacer las dos cosas a la vez, es un talento natural —responde con tono travieso. Lo fulmino con la mirada, pero es inútil; Diego tiene una de esas sonrisas que desarman hasta al más terco. Y lo peor de todo es que lo sabe. —Deberías sonreír más, Catalina —añade después de un silencio corto.

—¿Y tú deberías hablar menos? —contesto sin dudar.

Él suelta una carcajada sincera, tan inesperada que me roba una sonrisa involuntaria. Y, por un momento, casi parece… humano.

—¿Sabes? —dice, mirándome con los ojos entrecerrados—. Nunca había estado en una cena tan animada.

Su tono es tranquilo, pero hay algo raro ahí. No lo dice en plan cumplido; suena más bien como una confesión que se le escapó sin querer.

Lo miro con curiosidad.

—¿Tan animada? ¿Qué tipo de cenas tienes tú?

—Del tipo donde la gente habla poco y mira mucho —responde con una media sonrisa.

—Eso suena deprimente.

—Lo es —murmura, y por un instante parece que va a decir algo más. Sus ojos se suavizan, y juro que veo algo vulnerable detrás de esa fachada perfecta. Diego pocas veces deja ver algo más en su fachada perfecta.

Pero justo cuando voy a preguntar, cuando tengo en la punta de la lengua un ¿por qué?, él se endereza y cambia el tema como si nada hubiera pasado.

—Tu madre tiene unas flores impresionantes. ¿Son tulipanes esos?

—¿Qué? —parpadeo, descolocada.

—Los tulipanes. —Se agacha para tocar uno—. Siempre me parecieron flores arrogantes. Bellas, pero con actitud. Como tú.



#159 en Otros
#83 en Humor
#649 en Novela romántica

En el texto hay: comediaromatica, enemiestolover, romcom

Editado: 28.10.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.